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Provocadores y paganos | Crítica
Provocadores y paganos. Sarah Bakewell. Traducción de Joan Andreano Weyland. Ariel, 2024. 576 páginas. 22,70 euros.
Tal vez todo comenzara en los setenta con aquella boutade famosa de Foucault según la cual el hombre ha muerto y no nos queda más que celebrar su funeral, tal vez la cosa podría retrotraerse hasta el remotísimo día en que Diógenes de Sínope salió de su tonel y proclamó ir buscando un hombre entre las muchedumbres del ágora con un candil encendido: el caso es que, tras muchos vaivenes y descensos y remontadas, el hombre, entendido como concepto y como ideal, no goza hoy de su mejor momento en las estimaciones. Tenemos ese objeto sacrosanto de los juristas en que nadie cree de veras, los Derechos Humanos, pero a la vez la filosofía se inclina más y más por la superación del antropocentrismo hacia algo que llaman transhumanismo y que debe hermanar a nuestra especie con los animales domésticos y los extraterrestres; por no hablar de la indigencia sangrante de esos estudios, los de Humanidades, que hasta hace relativamente poco distinguían al humano netamente tal, responsable y formado y culto y moral y todo lo demás, del bruto con que compartía fisonomía. Es este el contexto en el que Sarah Bakewell, a la que ya conocemos por otros bocados de filosofía divulgativa, ha cocinado sus Provocadores y paganos, un homenaje sin ambages al quehacer de los humanistas, de los estudios humanísticos.
No ocultaba Bakewell su orientación en otros de los libros previos que ya le conocíamos. En Cómo vivir una vida con Montaigne (2010), se servía de las sugerencias del francés de la torre, responsable de ese sifón de sabiduría que son los Essais, para proponernos una vida más plena y éticamente satisfactoria; y con En el café de los existencialistas (2016) nos invitaba, a través de un recorrido panorámico por el pensamiento francófono del siglo XX (Sartre, de Beauvoir, Merleau-Ponty, con excursiones a Heidegger y Kierkegaard) a reconocer aquello de inequívoco, miserable pero también sublime, que caracteriza nuestra condición.
Los títulos mencionados comparten con el presente Provocadores y paganos una misma cualidad estilística: a través de una exposición cronológica que brinca con soltura entre diversos ambientes y contextos, indagando en biografías, anecdotarios, reflexiones no especialmente exigentes para el lego, se presenta una visión de conjunto de un pensador o una corriente determinada, acentuando sus innovaciones pero también las deudas con los idearios del pasado. En esta ocasión, el hilo elegido es la escuela humanista.
Los humanistas, para Bakewell, “se inclinan hacia una ética basada en las relaciones con los demás”
Escuela, como he indicado ya en el primer párrafo, amenazada por todos los flancos, pero que sin duda constituye uno de los troncos centrales de la tradición filosófica occidental. Como no podía ser de otro modo, Bakewell abre su crónica con Protágoras (“el hombre es la medida de todas las cosas”) y el latinajo de Terencio, cuyo humanus sum solía ser empleado por apologistas de toda laya en tiempos en que el latín aún formaba parte de la educación moral, o de la educación sin más. El concepto que la autora emplea de humanismo es bastante elástico y no se limita solamente a los eruditos y pensadores que acuñaron el término en el primer Renacimiento (aunque les reconoce su primacía): a partir de ese empuje inicial ejercido por Petrarca, Boccaccio o Erasmo, a los que dedica apasionados y desenfadados capítulos, se dedica a rastrear el hilo dorado de la especulación humanística por la Ilustración francesa del siglo XVIII, con especial predilección por Voltaire, a través del feminismo incipiente en los albores del XIX, y hasta un XX triturado por las guerras donde, ante el escepticismo generalizado, luceros aislados como los de Aby Warburg, los Mann o Bertrand Russell insisten en mantener la esperanza.
La noción de humanismo de que Bakewell se sirve, sobre la que planea el peligro del vacío a fuer de querer abarcar demasiadas cosas, resulta aplicable lo mismo a Confucio que a la señora Vashti McCollum, que en 1948 demandó al colegio de su hijo por obligarle a asistir a las clases de religión. En su largo recorrido, leemos, ha servido lo mismo para emancipar a los librepensadores de la tiranía del oscurantismo que para encontrar viejos manuscritos en los monasterios (los copistas y filólogos que también reciben ese nombre). En fin: entiende la autora, dice la página 27, que son humanistas todos quienes “comparten el interés por lo que los humanos podemos hacer y la esperanza de que podamos hacer más. A menudo dan gran valor al estudio y al conocimiento. Se inclinan hacia una ética basada en las relaciones con los demás y en la existencia mundana y mortal, más que en una expectativa de vida futura”. Un noble cauce de pensamiento que transporta en sus aguas a Petrarca y a Dante, sí, y a Montaigne, Hume, Mary Wollstonecraft, Bentham, Stuart Mill, Darwin, Renan y Comte, y hasta a Arthur C. Clarke y los hippies de Woodstock, y en cuya energía, bueno, cuesta confiar a veces según la hora a que uno ponga el televisor.
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