Un hombre mira el mundo en sus poemas
La muerte, el pasado martes, de Eduardo García priva a la poesía española de una de sus voces más auténticas, la de un autor que lograba la identificación del lector con una obra honda y rigurosa.
"Reivindico para la poesía, para el hombre y la mujer contemporáneos, los resortes emocionales del misterio", escribía Eduardo García (São Paulo, 1965 - Córdoba, 2016) en su ensayo Una poética del límite, editado por Pre-Textos hace ya una década. "A medida que dependemos -anotaba en ese trabajo- cada vez más de la tecnología y su mentalidad pragmática, que entroniza el dinero como máximo valor; según la oferta de la industria cultural se hace cada vez más superficial y niveladora a la baja; cuanto más parecen imponerse el individualismo y la incomunicación... más necesaria se revela la poesía. Necesitamos devolver la magia a nuestras vidas, de donde nunca debió haber sido expulsada". A esos propósitos, indagar en el misterio, devolver la magia, entablar comunicación con nuestro yo más íntimo y rastrear en lo que no sabemos -no escuchamos- de nosotros, consagró García una producción literaria extrañamente reveladora. "Vengo a hablar del insomne que enumera los sueños que no ven la luz del día, / de ese duende que brota de no sé sabe dónde, con destino a lo más insospechado", apuntó en Duermevela, el libro por el que se hizo con el Premio Ciudad de Melilla en 2014. Unos poemas antes, en ese mismo volumen, el poeta declaraba: "No hay reserva que valga, es preciso escribir con las manos / tendidas al vacío, como el ciego se interna en la espesura, / convocar a las sirenas y a los equilibristas, / desterrar a geómetras, jerarcas y contables".
El autor registra el pulso de su tiempo, pero lo hace desde la luz de la inventiva, en esa adscripción al realismo visionario que defendía. "En la frontera entre realidad e imaginación, pensamiento consciente e inconsciente, brota el poema. Un espacio mítico, psicológico, donde habita una verdad", argumentaba. García se adentraba en la espesura del alma, en propuestas que no eludían el registro coloquial pero a menudo estaban cargadas de simbolismo, aunque su voz nunca resultara opaca o hermética, del mismo modo que su afán de trascendencia y su ambición formal -un estilo que su artífice sometía a una constante renovación- sabían sortear lo solemne. Bendecido por una inusual humanidad, el verso del poeta acababa siendo cristalino, esclarecedor. En Un hombre mira a otro en la ventana, el fragmento con el que arranca su libro No se trata de un juego, el creador describe el proceso de reconocimiento entre dos personajes, tal vez el poeta desdoblado, tal vez el poeta y el lector: "Un hombre mira a otro en la ventana. / Escribe unas palabras. No sospecha /-más allá de la sangre y los caballos / y el viento y la mujer y aquel latido- / que los trazos que araña en el papel / son los versos que el otro lee ahora". Esa escena representa en cierto modo la poética de Eduardo García: su obra siempre acaba llegando al otro, transmitiendo. Quien se acerca a sus páginas se siente reflejado y conmovido en ese corazón que encierra su penumbra -"a pleno sol camino, como todos: / acarreo mi propia oscuridad"-, en el individuo que se sabe un extraño y teme "este allanamiento indumentario, este ocupar las huellas de un desconocido", en ese amante que discierne en su pasión un tránsito a la sabiduría: "Conocí el huracán, la madreselva. / Conocí el ancho cielo interminable. / Conocí las espadas y el enigma, / la boca del dolor, la del deseo, / la súplica que anuncian los labios no besados, / qué tibio el corazón cuando se precipita. / Cuantas mujeres hay en este mundo / las conocí por ti. En ti dormían". La identidad, el amor, la existencia: en el legado que deja Eduardo García centellea, ante todo, el fuego de lo humano.
La vida nueva, el poemario que le valió el Premio Nacional de la Crítica en 2009, pone de manifiesto esa capacidad de este cordobés de origen brasileño para propiciar el encuentro con sus lectores: uno termina sus páginas con la certeza de haber acompañado a un hombre en un viaje. Una travesía al interior, emocionante, serena. Un individuo al que contemplamos, al inicio, en la vulnerabilidad más absoluta, poseído por el hastío y el descontento. "Se ha instalado en mi vida la carcoma (...) Es una masa / turbulenta de herrumbre y asco y grasa / manchándome los pasos (...) Ha vencido por fin, no acepta tratos. / Quiere mi corazón en su salmuera". Pero el periplo que aguarda es el de un alumbramiento, un renacimiento. Como un jardinero que aparta las malas hierbas, García invoca en su libro a la fertilidad. "Absorto en el oficio de ser hombre / también yo ahueco tierra pecho adentro, / arranco las raíces, podo la vieja rama, / arrojo al fuego el miedo y la costumbre: / voy talando la muerte en mi camino / para aguardar el don, las aguas de la vida, / para que el tiempo siga cantando su canción".
Ese hombre nuevo en el que ha prendido la esperanza se entrega a la utopía: será del mundo, de todo lo que nace. "Prometo abandonarme a las mareas, / incorporarme al caos, ser yo en la multitud, / y desde allí asomado prometo contemplar / tantas cosas que crecen y germinan". Una voluntad que se reafirmará en poemas sucesivos: "Para ser el hervor la levadura / y no el cemento gris que repta por los muros / pan crujiente en el horno del sol del mediodía fruta madura vértigo / y nunca más sedientos de imposible" será necesario "soñar despiertos siempre, / para no renunciar al entusiasmo, / y que el hombre no olvide su vocación de nube".
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