OBITUARIO
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Un hogar verdadero

Jonathan Franzen, autor de 'Libertad', ofrece en 21 textos de no ficción -artículos, reseñas, conferencias, discursos y ensayos- un catálogo de opiniones acerca de asuntos como la influencia de la creación literaria o la intimidad, entre otros.

Jonathan Franzen (Western Springs, Illinois, 1959).
Manuel Barea

18 de noviembre 2012 - 05:00

Un hogar verdadero, seguro y feliz. David Foster Wallace lo construía con frases y páginas. La escritura. Y en ese recinto se refugiaba, alejado de situaciones sociales caóticas que lo estresaban. Lo contó su amigo Jonathan Franzen (Illinois, 1959) en el funeral del autor de La broma infinita. Franzen se dijo al terminar de leer una noche el manuscrito de esta novela que su colega podía haberla titulado La tristeza infinita.

El panegírico fúnebre de Franzen el 23 de octubre de 2008 en recuerdo de su amigo es uno de los textos de Más afuera. Se trata de una colección de artículos, ensayos, reseñas y conferencias en las que el aclamado autor de Las correcciones demuestra, como afirmó en su discurso Sobre la ficción autobiográfica (2009) -también recogido aquí- que "la literatura no puede ser siempre espectáculo. A menos que el escritor corra un riesgo personal, no merece la pena leer su obra. Y en mi opinión, desde el punto de vista del autor, tampoco merece la pena escribir".

Y Franzen no escatima nada. Escribe lo anterior e intenta cumplir con esa máxima sin tacañería. Hasta el fondo. No siempre lo ha conseguido, desde luego, él mismo lo admite. Pero sobre su ímpetu no quedan dudas. En sus opiniones, la contundencia no está reñida con la elegancia. Más afuera -el título lo toma del islote Masafuera, a 800 kilómetros de la costa de Chile, a donde Franzen viajó para esparcir las cenizas de Foster Wallace- puede leerse como una conversación en la que el lector ejerce de oyente sin la obligación de asentir permanentemente, pero sí atendiendo, compartiendo y discrepando, pues merece la pena leer/escuchar a un tipo que discute canonizaciones como la de Philip Roth -por cierto, hasta siempre Mr. Roth, le seguiremos releyendo, gracias por sus libros- y dogmas como el de San James Joyce, del que sólo los más audaces (recuerdo a Bioy Casares y su arremetida al Ulises) son capaces de apostatar; o que denuncia con fiereza la agresión que la dictadura de la cultura comercial de nuestra época, luciendo toda su hortera modernez, comete con la revisión popero-musical de un clásico del teatro escrito a finales del siglo XIX, El despertar de la primavera, de Frank Wedekind, de una autenticidad que el Broadway más ramplón convirtió en una ópera rock insípida; o que elogia sin tapujos pero alejado del ditirambo y con argumentos muy bien cimentados esa maravilla que es Los cien hermanos, novela de Donald Antrim desapercibida en España (editada por Tusquets), un "ejemplo perfecto de la obra de arte que te seduce con su belleza y su poder, y luego te enloquece con su delirio".

Pero si se conecta con Franzen es en su perspicaz análisis del "avance tecnológico que ha causado un daño duradero de verdadera trascendencia social": el teléfono móvil. Un avance "del que si uno se queja hoy en día públicamente, pese al daño continuado que ocasiona, corre el riesgo de quedar en ridículo". En Sólo llamo para decirte que te quiero, un artículo de 2008, el autor de Libertad -y ojo, no se equivoquen, se trata de un tío que adora su BlackBerry- revela su irritación por la invasión que sufre de la vida privada ajena. Y está en lo cierto cuando afirma que la intimidad "no consiste en mantener mi vida oculta a los demás, sino en ahorrarme la intrusión de la vida privada de los otros". En esto, sin duda, el teléfono móvil ha puesto en manos de los bocazas un arma de destrucción masiva. Dinamitan su vida privada, pero los efectos colaterales dejan tocada la de quienes los rodean. Faltaron a clase el día que el profesor explicó el significado de la frase "¿A quién le importa?" Puede que ni siquiera a la persona que está aguantando la perorata en otro móvil.

Intimidad. Y su vulnerabilidad. Y el desprecio con que muchos la tratan. Estoy de acuerdo con Franzen en el meollo de la cuestión. Ya no es que preserve mi intimidad, es que quiero estar a salvo de la de los demás. Pero no hace falta un teléfono móvil para hacerla saltar en pedazos e impedir que puedas leer en el autobús o en el tren o en un bar con un mínimo de concentración un par de párrafos de su libro.

[A saber. En un receso en la redacción de este texto, a modo de intermedio televisivo, acudo a un bar del barrio a comer algo. Una mesa tras un ventanal amplio que deja ver pasar las nubes a punto de reventar por encima del rascacielos en construcción parece un buen sitio para seguir con Franzen entre trago y trago de cerveza. Imposible. No hay quien lea. Al fondo del local hay un tipo con una corbata amarilla que habla a voz en grito porque su interlocutor está a más de dos metros de distancia. Cada uno está sentado en un taburete y ninguno hace el intento de acercarse al otro. El de la corbata amarilla chilla y el otro mueve la cabeza como si le hubieran injertado un muelle. En el televisor del bar hay un partido de tenis sin volumen. El de la corbata amarilla le dice al otro que su hijo es un "tártaro" y que está así desde que él y su mujer, a la que recuerda con insultos, se separaron. Con un lenguaje soez -en especial cuando se refiere a ella- da cuenta de su situación personal, de la de su hijo y de la que cree que es la de su ex mujer. Oyendo todo eso, sin querer, sin desearlo, mi intimidad y la de otros clientes se resiente. Y algo así no ocurre sólo en ese bar ni es exclusivo de determinada clase social. A diario y con una frecuencia nociva somos sufridos y desesperados oyentes de las intimidades que otros airean y que tan poco o nada nos interesan.]

Así que hay que hacer un esfuerzo para superar la alharaca. O sólo marcharse. Hacer el petate con rumbo a un lugar que sea verdadero, seguro y feliz. Y ser receptivo (y agradecido ¿por qué no?) con el novelista que tiene cada vez más cosas que decir a lectores que cada vez tienen menos tiempo para leer y que, como Franzen, se pregunta dónde puede encontrar la energía de influir en una cultura en crisis donde la crisis consiste precisamente en la imposibilidad de influir en la cultura.

El autor de Más afuera se vuelca en ello. Y si para su amigo DFW, como él dijo en su funeral, el hogar verdadero, seguro y feliz era la escritura hecha con un objetivo mucho más ambicioso que la mera ganancia de dinero y/o elogios, pues las obras escritas con esa intención "casi nunca serán lo bastante buenas como para cosechar ninguna de ambas cosas" (El rey pálido), para quien dedique unas horas a este libro será la lectura. Y ahora más que nunca. Porque si en una época sombría, tediosa, cínica, triste y frustrante como la actual un libro así cae en tus manos, tu hogar adquiere la condición de refugio, un sitio verdadero, seguro y feliz, un lugar auténtico. Aunque fuera truene la tormenta y te lleguen noticias del éxito de los sicarios.

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