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Ocho historias de mujer

Armonías y suaves cantos | Crítica

Acantilado publica en español el exitoso libro de carácter divulgativo en el que la historiadora británica Anna Beer trata la vida de ocho compositoras que considera injustamente olvidadas

La isla de Alcina en la ópera conservada de Francesca Caccini / D. S.

La ficha

Armonías y suaves cantos. Las mujeres olvidadas de la música clásica. Anna Beer. Traducción de Francisco López Martín y Vicent Minguet. Acantilado, Barcelona, 2019. 426 páginas.

A la ciencia le sientan fatal los adjetivos. Desde cualquier punto de vista. También a las ciencias humanas (incluidas las artes), con sus especificidades. Puntualizo. Los estudios de historia social del arte han ayudado a ampliar la mirada sobre realidades que un tiempo pasaron desapercibidas. En este caso, el adjetivo (“social”) no es reductivo, no achica el foco, lo amplía. Pero al calor de ellos se han colado estudios que conscientemente parcelan y reducen. Hay, por ejemplo, musicólogas que se llaman a sí mismas feministas y que dicen hacer musicología con perspectiva de género. Yo no sé qué es la musicología con perspectiva de género ni para qué sirve, pero sí sé que tiene más que ver con la ideología que con la ciencia.

Armonías y suaves cantos - Beer

En ese entorno intelectual tan a la moda, y en la ideología que subyace a todo ello, protegida con fiereza desde la política, la universidad y el periodismo, encaja este libro publicado por Acantilado en español hace unos meses a partir de la edición original inglesa de 2016. Y aclaro: Anna Beer, su autora, no es musicóloga (como se esfuerza en demostrar involuntariamente una y otra vez a lo largo de la obra), y su libro no aporta absolutamente nada desde el punto de vista de la musicología; tampoco lo pretende. Beer es historiadora y ha destacado por la escritura de biografías de personajes ingleses (la de Bess Raleigh, esposa de Sir Walter, y la del poeta John Milton son las dos más aclamadas). En esa línea, este libro ofrece ocho ensayos biográficos, escritos con espíritu divulgativo, sobre otras tantas mujeres que se dedicaron a la composición musical entre principios del siglo XVII y finales del siglo XX.

Anna Beer ha decidido acompañar el bello, poético e irónico título de su obra (Armonías y suaves cantos) de un subtítulo: “Las mujeres olvidadas de la música clásica”. Y el subtítulo es importante porque define la tesis que defiende el libro, y que cualquiera puede ya imaginar: olvidadas por el hecho de ser mujeres. Pero, ¿olvidadas? ¿De verdad? ¿Caccini, Strozzi, Jacquet de la Guerre, Martines, Schumann, Hensel, Boulanger y Maconchy, olvidadas?

¿Olvidadas?

El término “olvidadas” es demasiado ambiguo. Acotémoslo. ¿Olvidadas porque sus nombres no son populares? ¿Hasta qué estrato de conocimiento se mide la popularidad del nombre de un artista, muerto, en algunos casos, hace siglos para que podamos considerarlo un olvidado? ¿Abarca el imaginario popular más allá de tres o cuatro nombres de músicos clásicos (Bach, Mozart, Beethoven, Vivaldi)? Pero incluso, acercándonos al aficionado más tradicional a la música clásica, que básicamente es el aficionado al repertorio clásico-romántico, ¿soportarían algunos maestros esenciales en el devenir del arte musical su escrutinio?, ¿podría un aficionado medio situar a Josquin o a Monteverdi en la historia, aunque sólo fuera cronológicamente?

¿Olvidadas porque no hay bibliografía sobre ellas? Hace unas semanas un musicólogo español residente en Londres publicaba en un medio nacional una pequeña entrevista con la autora de este libro que empezaba con la pregunta de por qué había tenido que esperar él hasta ahora para que alguien le explicara “la interesante situación de la compositora Francesca Caccini en la corte de los Médici”. Pasmo absoluto. Sobre Francesca Caccini hay bibliografía desde el siglo XIX, y sobre la corte de Cristina de Lorena, aún más. La respuesta es que usted no ha tenido interés en saber. Sobre las ocho compositoras de las que se habla en este libro hay abundante bibliografía; de algunas, la documentación es ingente.

¿Olvidadas porque no se editan? La mayor parte de la música de estas mujeres está editada y en algunos casos su música es accesible gratuitamente a través de plataformas de Internet (busque aquí: imslp.org).

¿Olvidadas porque no se programan? No tengo datos objetivos al respecto, pero algunas de estas compositoras aparecen con normalidad en programas de conciertos desde hace décadas. Hay obras de Barbara Strozzi, por ejemplo, que son hit-parades del Barroco, y piezas de Schumann y Hensel son habituales de los mejores ciclos de cámara y de lied.

La historiadora británica Anna Beer / D. S.

¿Olvidadas porque no se graban? La poca música que ha sobrevivido de Caccini está grabada, incluidas tres versiones diferentes de su ópera. Lo mismo ocurre con Strozzi, una compositora extraordinariamente popular en la discografía del siglo XVII. Podemos hacer la comparación con un compositor relevante de su época. He escogido a Giovanni Felice Sances (1600-1679), que fue nada menos que maestro de capilla de la corte imperial vienesa, un músico de enorme calado y trascendencia. Strozzi tuvo la suerte de publicar ocho libros de música profana a lo largo de su vida (uno se ha perdido). De Sances han sobrevivido cinco libros de música profana y ocho de música sacra, además de algunas óperas. Vayamos a Spotify: bajo el nombre de Sances nos salen siete álbumes monográficos; bajo el de Strozzi, catorce. Vayamos a Arkivmusic: Sances, 25 registros; Strozzi, 48. Vayamos a Amazon: Sances, 22; Strozzi, 64. De Jacquet de la Guerre hay registro de su ópera, de la mayoría de sus cantatas, de todas sus sonatas y al menos hay ya dos integrales de su música para clave. Martines dejó una obra breve, pero de su única sinfonía (obertura, realmente) hay al menos tres registros. También están grabados sus tres conciertos y sus sonatas, además de existir registros de cantatas y arias diversas. La fonografía ha descuidado en cambio su música sacra. Clara Schumann y Fanny Hensel tienen una copiosísima discografía. Algo parecido pasa con Lili Boulanger, de la que se ha grabado prácticamente toda su música. Y de Maconchy, posiblemente la menos popular de las ocho, no faltan registros: su integral de cuartetos, puede que lo más significativo de su obra, está grabada, pero también hay multitud de piezas sinfónicas y vocales en disco, incluidas algunas de sus óperas breves.

No, en absoluto puede afirmarse alegremente que estas ocho compositoras son olvidadas de la música clásica y de ningún modo están siendo silenciadas por un oscuro y siniestro poder heteropatriarcal.

Vayamos con el segundo tema: ¿les ha perjudicado su condición de mujeres? Esta cuestión hay que plantearla en tres tiempos: en su época, a lo largo de la historia, en la actualidad. Actualmente, su reputación no sólo no parece sufrir daño, sino que no deja de crecer (y el éxito de este libro ya es una prueba). La discriminación legal padecida por las mujeres hasta bien entrado el siglo XX (aún hoy persiste en muchos países, incluso en civilizaciones enteras) es una realidad incuestionable. Obviamente nacer mujer era un obstáculo para muchas cosas, incluida la dedicación al arte. Por otro lado, los valores dominantes en las sociedades occidentales sobre los roles sexuales actuaron hasta hace bien poco también negativamente en la valoración de las obras artísticas de las mujeres. Sin duda, su condición de mujeres afectó históricamente a la consideración que hasta hace bien poco se tenía de forma generalizada sobre su música.

Si las miramos en relación a su época, salvo Maconchy, que vivió de pleno ya la era de la democracia de masas, todas estas mujeres fueron, de un modo o de otro, unas privilegiadas, con acceso a una formación y unos medios para la expresión artística imposibles de imaginar para la mayoría de las personas (hombres o mujeres) de su tiempo. Por supuesto su condición femenina les planteó algunos límites, pero no era el sexo el único condicionante que impedía a los individuos desarrollar carreras artísticas, y desde luego, en su caso no fue el más importante.

Pero, ¿quiénes fueron estas ocho compositoras cuyas vidas Anna Beer nos cuenta con tan indudable habilidad narrativa como machacona y sesgada insistencia en los prejuicios sexistas que afectaron a su trabajo?

Sus historias, su música

Francesca Caccini (1587-d.1637). Llamada La Cecchina, fue hija de Giulio Caccini, uno de los compositores fundamentales en el desarrollo de la monodia acompañada en los primeros años del siglo XVII.

Il Primo Libro delle Musiche de Caccini

Admirada primero como cantante, debutó como compositora a los 20 años con un ballet que tuvo gran acogida. Fue protegida por Cristina de Lorena en la corte florentina de los Médici. En la década de 1620, y hasta la mayoría de edad del duque Fernando II, que se produjo en 1628, Caccini llegó a ser la artista mejor pagada de toda Florencia. En 1618 había publicado ya un libro de arias y dúos (Il primo libro delle musiche). Escribió varias óperas entre las que sólo ha sobrevivido La liberazione di Ruggiero dall'isola d'Alcina, representada en Florencia en 1625 y en Varsovia tres años después. En 1627 se había instalado en Lucca, donde en los primeros años 30, viuda por dos veces, vivía en una situación envidiable, aunque volvió a Florencia y trabajó otra vez para los Médici entre 1634 y 1637, cuando se le pierde la pista.

Barbara Strozzi (1619-1677). Posiblemente hija natural del poeta Giulio Strozzi, quien en cualquier caso la adoptó, se convirtió en cantante admirada por su grácil virtuosismo. Fue discípula de Francesco Cavalli, el gran sucesor de Montevedi en los teatros de ópera venecianos. No tuvo acceso a ellos como compositora, pero llegó a editar ocho libros de música profana entre 1644 y 1664, más que ningún otro compositor en esos años; en ellos se documenta el paso del universo del madrigal al de la cantata.

Barbara Strozzi en retrato de Bernardo Strozzi (no eran familiares)

Participó al parecer con brillantez desde joven en las reuniones de los Unisoni, una rama de los Incogniti creada por su padre. En ambos casos se trataba de academias intelectuales dominadas por el republicanismo, el escepticismo y un cierto aire de libertinaje que no pude entenderse al modo actual, sino más bien en el del fomento de la absoluta libertad de pensamiento. Tampoco puede entenderse en sentido moderno el hecho de que Barbara asumiera el papel de cortesana en el mundo veneciano de su tiempo, aunque el sexo jugara obviamente su papel y Strozzi tuviera multitud de amantes nobles. Beer afirma que en sus relaciones con Giovanni Paolo Vidman, que le dio tres hijos, el papel de Barbara fue más el de una concubina. Barbara Strozzi gozó de una sólida posición social y económica y de un notable prestigio como cantante y compositora toda su vida.

Elisabeth Jacquet de la Guerre (1665-1729). Hija de organista, Elisabeth Jacquet fue una niña prodigio en el Versalles de Luis XIV. Pero, siguiendo a Suzanne Cusick, musicóloga del género, Anna Beer considera que llamarla así es sólo un arma para minusvalorar su talento como mujer, ya que de este modo Elisabeth pasa a ser una especie de monstruito, una simple excepción entre las por norma imperfectas mujeres. (Supongo que cuando se dice exactamente lo mismo de compositores como Mozart, Mendelssohn, Saint-Saëns o Korngold significa justamente lo opuesto. Cosas del heteropatriarcado.)

Elisabeth Jacquet de la Guerre

A los 15 años, la joven entró al servicio de Madame de Montespan, la más poderosa amante del rey hasta la llegada de Madame de Maintenon, con la que Luis XIV llegaría a casarse en secreto. Para entonces, Elisabeth había dejado el servicio de Montespan, pues antes de cumplir los 20, se casó con el organista Marin de la Guerre y se trasladó a París, donde siguió gozando de gran prestigio como clavecinista. En 1687 publicó su primer libro de obras para clave, que venía antecedido por la típica y estereotipada dedicatoria de servicio y fidelidad incondicional al rey (lo que Beer juzga de “lamentable servilismo”), aunque destacó también por sus piezas dramáticas, especialmente cantatas. Compuso igualmente un ballet en 1691 (hoy perdido) y una ópera, Céphale et Procris, que en 1694 se estrenó en la Academie Royale de Musique con escaso éxito, lo que la alejó del teatro. Desde 1707 publicó tres libros de cantatas, uno de sonatas para violín, recopilaciones varias de canciones y un segundo libro de piezas para clave. Regentó un salón de música y debate y llevó una vida acomodada. Su obra está en proceso de plena recuperación. Catherine Cessac, musicóloga sin adjetivos y su biógrafa, usó como epigrama para ella una frase de Jean de la Bruyère: “Si la ciencia y la sabiduría se encuentran unidas en una sola persona, no me intereso por su sexo: la admiro”. Pero a Beer tampoco le parece bien y riñe a Cessac por no ser suficientemente feminista y no darse cuenta de las cosas que le fueron negadas a Jacquet de la Guerre por el hecho de ser mujer, entre otras ocupar una tribuna de un órgano y ser compositora oficial de la corte. Sea.

Marianna Martines (1744-1812). Esta vienesa hija de un napolitano que trabajó de maestro de ceremonias en la embajada papal fue protegida de Pietro Metastasio, el gran poeta de la corte imperial, que se tomó su formación casi como un proyecto personal, en el que como profesores participaron Porpora y Haydn, entre otros.

La vienesa de padre napolitano Marianna Martines

Tuvo amplio reconocimiento como cantante, instrumentista y compositora. Aunque no salió nunca del ámbito de los conciertos privados vieneses, su música alcanzó resonancia internacional, especialmente a partir de que en 1773 la prestigiosa Academia Filarmónica de Bolonia la eligiera como miembro. Jamás viajó a la ciudad italiana, como era preceptivo, contentándose con mandar un Dixit Dominus que los académicos, haciendo con ella una excepción, aceptaron. Beer cuelga en la vida de Martines la etiqueta del decoro, gran virtud femenina de su tiempo: “El decoro impregnó cada compás de su obra y cada hora de su vida”. ¿Cómo lo sabe? En realidad es imposible saber algo así. Sí sabemos que Martines (su padre cambió la ortografía española del apellido al llegar a Viena) eludió siempre tanto la edición de su música como los viajes y llevó una vida cómoda, regentando ella misma una sala de conciertos, que frecuentaron Haydn y Mozart, y una academia de canto, y escribiendo en un estilo más bien conservador, obras vocales, tanto religiosas como profanas, incluidos dos oratorios y varias misas, y algunas piezas orquestales (una gran obertura) y para teclado solista o acompañado (tres conciertos).

Fanny Hensel (1805-1847). Se cuenta que cuando Fanny Mendelssohn nació en 1805 una de las primeras cosas que su madre dijo de ella fue: “Unas manos perfectas para tocar fugas”. Sea cierta o no, la anécdota basta para entender el ambiente en el que nació esta mujer que andando el tiempo sería conocida por ser la hermana mayor de Felix, con quien tuvo una estrechísima relación.

Fanny Hensel, nacida Mendelssohn

Hijos de un banquero (Abraham) y nietos de un influyente filósofo (Moses), los Mendelssohn encontraron todo tipo de estímulos para dedicarse a la música, aunque a Fanny su padre le recomendó no hacer de ello su profesión, en un consejo en que se unían los prejuicios sexistas (la música debía ser adorno para las mujeres) con los deseos de protección dentro de una sociedad en la que crecía imparable el antisemitismo. Fanny no dejó en cualquier caso nunca de componer y cuando se casó con el pintor Wilhelm Hensel, este la animó no sólo a seguir haciéndolo sino a editar su música. A pesar de las numerosas ofertas de las editoriales alemanas, Fanny sólo se decidiría a hacerlo en 1846, un año antes de su prematura muerte por un ictus, la misma causa que acabaría con la vida de su más célebre hermano sólo seis meses después. En ese año final de su vida, la compositora publicó once colecciones de música entre canciones, piezas de piano y un trío. El total de su catálogo incluye hoy más de 400 piezas, en las que dominan las más requeridas en los ámbitos domésticos de la época, canciones y obras pianísticas breves, pero dejó también algunas piezas teatrales, cantatas, obra de cámara diversa y una obertura sinfónica. Tiene razón Beer cuando afirma que ese predominio de la canción y la pieza pianística de carácter reflejaban los “ideales estereotipados de feminidad” de la época, que requerían de las mujeres “obras amables, sencillas y eminentemente emocionales, no complejas o intelectuales”, ideales que, es justo también decir, no siempre cumple la música de Fanny Hensel.

Clara Schumann (1819-1896). Esa distinción entre música masculina y femenina, gravitó también permanentemente sobre la obra de Clara Wieck, hija de un profesor de piano que la convirtió en una de las grandes virtuosas del instrumento en todo el siglo XIX.

Clara Schumann, una de las grandes virtuosas del siglo XIX

Debutó con sólo nueve años en la Gewandhaus de Leipzig y a los once se cruzó en su vida Robert Schumann, que había ido a estudiar con su padre. La pareja sentimental más famosa de la historia de la música se formó y consolidó en los años siguientes. Robert y Clara acudieron incluso a los tribunales ante la oposición del padre a su matrimonio, que en un gesto desafiante muy notable celebraron un día antes de que ella cumpliera los 21 años, límite legal para su emancipación. Con el tiempo, Friedrich Wieck aceptaría la unión. La pareja tuvo ocho hijos, pese a lo cual Clara no abandonó su carrera de concertista que en la época incluía por supuesto la composición, pues los virtuosos debían de ser capaces tanto de improvisar como de presentar sus propias obras. Como reconoce Beer, la figura de la mujer como intérprete estaba ya plenamente aceptada en la época. Una anécdota resulta significativa al respecto. Robert acompañó a su esposa en muchas de sus giras. Una vez, en Rusia, al final de una actuación, un príncipe local se acercó entusiasmado a saludar a la pianista, quien le presentó a su esposo. “Ah, ¿y usted también es músico?”, preguntó el aristócrata. Pero las convenciones de su época condicionaron la tarea creativa de Clara. “Una mujer no debe desear componer. Ninguna ha sido capaz de hacerlo, así que ¿por qué podría esperarlo yo?”, llegó a escribir en su diario. Pese a ello, dejó varias decenas de canciones y piezas pianísticas así como un concierto para piano (escrito a los 13 años y con el que tuvo gran éxito) y un trío que hoy suele grabarse e interpretarse muy a menudo. Clara sobrevivió cuarenta años a Robert. Nunca volvió a casarse. La naturaleza de sus relaciones con Johannes Brahms nunca ha sido del todo aclarada.

Lili Boulanger (1893-1918). Nieta de una famosa cantante, hija de un compositor que había ganado el Premio de Roma a los 19 años y hermana pequeña de Nadia, que marcó como profesora a generaciones de compositores durante más de medio siglo, la vida de Lili Boulanger estuvo condicionada por la enfermedad.

Lili Boulanger murió antes de cumplir los 25 años

Resulta ciertamente incomprensible que Anna Beer afirme que “los síntomas físicos de una enfermedad incapacitante y en última instancia mortal se han ocultado a conciencia”, cuando es lo primero que se destaca en cualquier acercamiento a su vida, como inescrutable que diga que sobre ella, a su juvenil muerte, se cernió la sombra de la cortesana sin aportar ni un solo testimonio sobre la cuestión (ni siquiera un chisme). Lili fue ante todo una mujer libre y con un talento universalmente reconocido. Fue la primera mujer en ganar el Premio de Roma y su música tuvo siempre una alta consideración de la crítica. Es cierto que la fragilidad de su salud se unió con cierta frecuencia a esa idea de la delicadeza del eterno femenino, pero hoy día su obra está plenamente asentada. Dejó inconclusa una ópera sobre textos de Maeterlinck en la que empezó a trabajar en 1911. Del resto de su producción, no demasiado amplia por razones obvias (murió antes de cumplir los 25 años), destacan sus obras corales (algunas de las mejores, de naturaleza religiosa) y sus canciones, aunque dejó también piezas de cámara y sinfónicas.

Elizabeth Maconchy (1907-1994). Nacida en Inglaterra, formada entre Dublín y Londres, Maconchy sobrevivió a una tuberculosis contraída a los 25 años y aunque uno de sus pulmones quedó seriamente dañado, tuvo una vida larga y de notable independencia artística.

Elizabeth Maconchy se formó entre Dublín y Londres

Discípula de Ralph Vaughan Williams, Maconchy ganó becas y distinciones a lo largo de su carrera para acabar siendo nombrada Dama de la Orden del Imperio Británico en 1977. Casada desde 1930 con William Le Fanu, en quien siempre encontró apoyo y estímulo, su carrera musical está marcada por su férrea disciplina, su altísimo sentido autocrítico y unas influencias que iban de Bartók a Schoenberg. Su primer gran éxito fue una obra sinfónica, The Land, que se estrenó en los Proms en 1930, pero son sus trece cuartetos de cuerda compuestos entre 1933 y 1985 los que más elogios unánimes han encontrado. Su obra es muy amplia, incluyendo ballets y óperas breves, una de ellas (El sofá) de un erotismo muy descarnado. De las ocho compositoras cuyas vidas se cuentan en este libro es posiblemente la menos difundida hoy en relación al volumen y peso de su obra y ello puede deberse a diversas circunstancias. Republicana, izquierdista y autora de una música en general austera y no fácil de escuchar, Elizabeth Maconchy nunca fue una compositora cómoda ni amable ni en el Reino Unido ni fuera de él.

Ignoro quién ha aconsejado a Anna Beer ni cuáles han sido los criterios que la han llevado a seleccionar para las ocho protagonistas de su obra a algunas de las compositoras más conocidas y difundidas de la historia de la música, aunque sospecho que la existencia de bibliografía suficiente para documentarse y escribir sobre ellas ha tenido algo que ver. Eso debería haberla alertado y llevarla a pensar que quizás su tesis no era tan consistente como ella pensaba. Pero lo cierto es que tenía a su disposición otros nombres de magníficas compositoras que podrían haber hecho más justicia al subtítulo de su libro. Propondré al curioso lector ocho alternativas: Kassia, Chiara Margarita Cozzolani, Isabella Leonarda, Maria Antonia Walpurgis de Baviera, Anna Bon di Venezia, Louise Farrenc, Elfrida Andrée, Ruth Crawford.

Ancha es la red, y está llena de música.

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