Una historia de todos y para todos
El legado de La Cuadra es un capítulo clave del teatro español del siglo XX.
Se quiera o no, nadie puede renegar de su propia historia, y mucho menos un pueblo, una nación. Por ello, quien quiera profundizar no sólo en la historia teatral de Andalucía, sino en su Historia (con mayúsculas) de los últimos 44 años, no podrá pasar por alto el capítulo dedicado a La Cuadra de Sevilla. Su origen se remonta a 1971, cuando una enviada de Jack Lang, el director del Festival de Nancy, siguiendo su buen olfato, programó una obra del Teatro Estudio Lebrijano que dirigía el joven Juan Bernabé. El azar y los siempre buenos consejos de José Monleón (compañero inseparable de La Cuadra desde sus inicios) hicieron que el flamenco entrara en Oratorio, pieza ritual de Alfonso Jiménez Romero, y, con él, un obrero y aspirante a torero que cantaba por los bares llamado Salvador Távora.
Después de lo vivido en Francia, Távora decidió que su camino pasaba por los escenarios y empezó a ensayar en el local que regentaba a la sazón Paco Lira (el alma de La Carbonería, recientemente fallecido), conocido como La Cuadra, lo que sería su primer y revolucionario trabajo: Quejío. Seis jóvenes (Salvador, el guitarrista y vendedor ambulante Joaquín Campos, el bailaor Juan Romero y su esposa Angelines y los cantaores Pepe Suero y el Cabrero) con un bidón, unos candiles, unas hoces, unas cuerdas y un banco del local, lograron una de las mayores revoluciones culturales del siglo XX. Con su teatro-verdad basado en el ritmo y el gesto, la pieza se estrenó en el TEI de Madrid antes de viajar a París y luego, en mayo de 1972, a Nancy. La conmoción del público y de la crítica fue tal que de allí surgió un año completo de gira, permitiendo que el grito dolorido de la Andalucía del momento llegara a numerosos países europeos y, tras actuar en el Festival de Manizales (Colombia) de 1973, a otros tantos de Latinoamérica hasta completar la escalofriante cifra de 745 actuaciones.
A Quejío siguió Los Palos, que hubo que ensayar en el cine Rocío del Cerro porque La Cuadra había sido cerrada "por ataques a la moralidad" (¡vaya novedad!). Nuevo éxito en el Festival de Nancy de 1975 y nuevo periplo por el mundo, mientras en España la muerte de Franco abría nuevos horizontes.
También en Nancy, en 1977, Herramientas sustituye los aperos de labranza por las máquinas del trabajo cotidiano de muchos andaluces: máquinas verdaderas (una hormigonera, una polea…) que resuenan a compás con su violencia opresora.
Por suerte, la transición comenzaría pronto a traer libertades al país y aunque el dolor y la marginación serán temas constantes del teatro de Távora, al igual que los animales (perros, caballos…), su teatro comienza a transformarse. Andalucía Amarga, definido como "un poema físico y sonoro", se estrena en Bruselas en 1979, mientras que en Nanas de espinas (1982) Távora parte de Bodas de Sangre de Lorca y, por primera vez, define personajes, si bien su tragedia es siempre más colectiva que individual.
Piel de toro supuso un nuevo cambio. Atrás queda el Távora cantaor y el soldador. El torero nunca lo abandonaría. El tema de las dos Españas en el ruedo introduce nuevas músicas, el oro y el color. Dieciséis festivales internacionales lo aplaudieron.
Pero el otro gran hito de su carrera llegaría en 1987 con un encargo de Miguel Narros, como director del Teatro Español: montar Las Bacantes. Nunca antes había querido utilizar un texto dramático. En parte porque sus intérpretes llegan en su mayoría de territorios aledaños al teatro y, sobre todo, porque La Cuadra siempre ha tratado de encomendar la emoción al lenguaje físico y sensorial. En cualquier caso, Távora diría que su obra está "inspirada en un texto de Eurípides" . Con ella, varias veces repuesta desde su estreno en el sevillano Teatro Álvarez Quintero (el Lope de Vega estaba en restauración), el creador dio a España y al mundo otra muestra de genialidad acercando la mitología dionisíaca de la antigua Grecia a la cristiana que pervive en las fiestas andaluzas. Así, el Rocío y la iconografía de la Semana Santa le sirvieron para expresar dos formas de entender la vida. Si a ello se añade la presencia poderosa de la bailaora Manuela Vargas como Ágave, podrá entenderse el orgullo que los andaluces -de izquierdas y de derechas- sintieron por su teatro más universal.
A partir de ese momento, La Cuadra no ha tenido que demostrar nada porque su lugar junto a los grandes del momento -el polaco Tadeus Kantor, por ejemplo- estaba asegurado. No obstante, su labor ha continuado sin perder nunca el aliento: grandes montajes como Alhucema, Crónica de una muerte anunciada (1990), Picasso Andaluz o la muerte del Minotauro (1992), Carmen (casi una bandera desde 1996), Don Juan en los ruedos (2000), Imágenes andaluzas para Carmina Burana, etcétera. Hasta 25 espectáculos propios, cinco para la Feria del Toro, decenas de premios y Medallas (al Mérito de las Bellas Artes, entre ellas) y una ansiada vuelta a casa, a su barrio, con la apertura en 2007 del teatro Salvador Távora. Lo gestione quien lo gestione a partir de ahora, el legado de La Cuadra no debe, no puede, perderse, porque la historia es de todos y para todos.
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