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Historia del Toreo. Néstor Luján. El Paseíllo. Córdoba/Sevilla, 2024. 582 págs. 34,95 €
Para comprender la envergadura y la importancia de esta obra de Néstor Luján, un escritor excepcional en numerosos sentidos, quizá sea oportuno recordar lo que Ortega escribe, referido a Goya, en sus Papeles sobre Velázquez y Goya de 1950 (la Historia del toreo de Luján es de 1954): “Pocas cosas en todo lo largo de su historia -escribe Ortega en su epígrafe 'Goya y lo popular'- han apasionado tanto y han hecho tan feliz a nuestra nación como esta fiesta en la media centuria a que nos referimos -segunda mitad del XVIII-. Ricos y pobres, hombres y mujeres, dedican una buena porción de cada jornada a prepararse para la corrida, a ir a ella, a hablar de ella y de sus héroes”. La cita, un tanto extensa, explica con precisión, sin embargo, el fabuloso monto de lo taurino, en su relación con la vitalidad popular, con la contextura social de España, desde el siglo ilustrado a nuestros días. Un periodo que, en el caso concreto de Luján, abarca desde la entrada misma del XVIII, coincidente con el cambio dinástico en la monarquía -de Carlos II a Felipe V, con el intermedio infeliz y trágico de la guerra de Sucesión-, hasta mediada la década de los sesenta del siglo pasado. Esto es, el periodo en el que surge y se extiende el toreo a pie.
Luján consigna el toreo entre las manifestaciones de lo popular a partir del XVIII
Bastará que el lector comience a leer esta Historia... para que se aperciba, de inmediato, de un hecho infrecuente: Nestor Luján es un formidable prosista, con una sólida erudición y un leguaje rico, imaginativo, cálido y flexible. Es en esta doble consideración, lingüistica y conceptual, donde la Historia del toreo de Luján adquiere una singular primacia; no solo por querer, en paralelo a Ortega, consignar el toreo entre los epifenómenos y manifestaciones de lo popular que, a partir del XVIII, conformarán el mundo contemporáneo; sino porque en esta obra -excelente, insisto, como su inagotable y sustuosa Historia de la gastronomía- es la propia historia la que comparece y se vislumbra a través del toreo y su evolución, hasta convertirse, de un espectáculo virulento, populoso y vivaz, en un hecho estético, extraordinariamente captado y analizado por Luján, en el paso que va del toreo de Joselito el Gallo al torero de los intelectuales y artistas de tres generaciones literarias, el 98, el 14 y el 27: esto es, Valle-Inclán, Ortega y Gasset y Gerardo Diego. Me refiero al toreo de Juan Belmonte.
Sin duda, el amante de la tauromaquia extraerá numerosísimas enseñanzas de esta obra disciplinada, docta e imaginativa. El mero lector curioso, con inclinación al saber histórico, encontrará, por su parte, junto al extraordinario botín de su escritura, un notable acopio de saberes, barajados con superior perspicacia. No en vano, Luján es, junto a Cunqueiro y Perucho -este último en menor grado-, uno de los grandes imaginativos de la Europa del XX, en un sentido muy preciso: aquel que inaugura Addison, muy a principios del siglo XVIII, en Los placeres de la imaginación, y que algo más tarde llevarían a una forma lúdica de historiografía tanto Apollinaire, como Schowb y Jorge Luis Borges, con el lejano padrinazgo del obispo Guevara, cronista imperial y consejero del césar Carlos. A todo ello, Luján añadirá una ecuanimidad apasionada y confesional, en la que no elude el carácter acervo de la tauromaquia: “Simplemente, he querido escribir una historia de esta angustiosa diversión española sin poner el menor afán proselitista y sin entrar -Dios me libre de ello- en el problema ético de los toros”. El hecho de que Luján sea un aficionado a la fiesta no entorpece, sino que habilita esta vasta indagatoria de carácter histórico; vale decir, una empresa literaria y gnoseológica donde lo que se pretende es elucidar un fenómeno social que ocupa tres siglos de la historia occidental, dada la repercusión y el ámbito donde, todavía hoy, se asiste, multitudinariamente, a dicho espectáculo. Por otra parte, que esta Historia... sea una historia con afán de totalidad se debe, como ya mencionamos, a la multiplicidad de factores y de hechos que Luján considera para esta obra, en íntima y sagaz relación con los toros. De tal modo, los toros quedan así como atalaya y panóptico de una historia mayor del mundo donde lo popular, donde su formulación contemporánea, se ofrece, entre otros aspectos, como un asomo del agro a la ciudad; de lo popular en lo aristocrático; como un residuo festivo y ancilar de lo rural en la compacta y ordenada realidad burguesa.
El paso de la fiesta al espectáculo taurino, según lo establece Luján, es el que va de la realidad maciza, vertiginosa y comunal de la corrida de toros (Joselito) a las apreciaciones estéticas donde el espectador va a considerar aspectos parciales de un hecho, en principio, unitario: una verónica, un natural, cierta particularidad de un torero concreto. Esta es una de las novedades que, según Luján, ofrece Belmonte, y que debe ponerse en correspondencia con el modo fragmentario, dispuesto en distintos planos, en que se presenta el arte de vanguardia en las primeras décadas del XX. El propio Ortega ha expuesto esa nueva forma de visión en un ensayo titulado “El punto de vista en las artes”, incluido en su obra La deshumanización del arte. A la mirada interior, se une, pues, la espiritualización de dicha mirada, ya propuesta por Kandinsky en 1908, junto a una apreciación estética, sujeta a las propias leyes de cada arte (en este caso, el arte taurino, o lo taurino considerado como arte), que es aquella que Luján adjudica al nuevo toreo, menos vinculado a una realidad masiva. Podríamos decir que esa cesura -espléndidas ilustraciones acompañan esta Historia del toreo- es la que separa el toreo posterior a Belmonte, como figura impar, de la honda trepidación consignada en la Tauromaquia de Goya.
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