Alba Molina | crítica
No lo es ni pretende serlo
NEW ORDER, JOY DIVISION Y YO. Bernard Sumner. Trad. María Tabuyo y Agustín López. Sexto Piso. Madrid, 2015. 376 páginas. 25 euros.
Hacia finales de los años 70, el punk británico ya había vaciado de significado prácticamente todo lo que vino a decir. Fue una reacción liberadora frente la pompa conceptual de tanto rock engreído, autocomplaciente, envejecido y hortera, pero más allá del cambio de sensibilidad musical que significó, aquella explosión canalizó también, es obvio, el enorme malestar ante los arrolladores procesos de degradación social que trajeron consigo los albores de la era del capitalismo nihilista de cuyo perfecto funcionamiento seguimos gozando hoy. Grosso modo, no había ya más formas nuevas de gritar a pleno pulmón "que os jodan". En ese contexto de agotamiento de un discurso premeditada y necesariamente primario apareció Joy Division, que recicló esa energía, y muchos de sus fundamentos sonoros, para imprimirle otro sentido, no sólo más sofisticado sino sobre todo más complejo y en cierto modo más incómodo. El grupo, hoy de culto -es decir, más citado y portado en camisetas que escuchado- pero en aquel entonces inmerso en una ola de popularidad creciente que sólo truncó la trágica muerte de Ian Curtis, inauguró el post-punk al ampliar el espectro emocional dirigendo hacia dentro ese caudal de rabia y angustia existencial. El no future no tardó en obligar a los jóvenes airados a asumir otra forma de conjugar aquel verbo talismán: "estoy jodido".
Joy Division capturó de forma paradigmática aquel zeitgeist en una música alucinante, familiar en su contexto reciente y a la vez recién caída del cielo como un meteorito de un planeta inexplorado. En el Manchester de los 70, donde muchos barrios conservaban los socavones producidos por los bombardeos nazis y una imperial tristeza de posguerra, aquellas canciones frías, de una introspección imponente, lúgubres, atmosféricas y con ecos industriales parecían componer la banda sonora de una distopía ballardiana ambientada en las exhaustas y opresivas periferias urbanas. Los veinteañeros que formaban la banda no sólo publicaron dos discos -Unknown Pleasures (1979) y Closer (1980)- que han sido desde entonces una de las mayores influencias del rock de poso ascético y dramático, sino que, en una segunda oportunidad casi milagrosa, fueron capaces de reiventarse tras el suicidio de Curtis en 1980 a los 23 años y lograr, como New Order y en un registro sonoro distinto, una popularidad planetaria y una ascendencia sobre sus coetáneos aún mayor.
Es lógico que en estas memorias el guitarrista y compositor Bernard Sumner pase un tanto de puntillas y apresuradamente por la etapa de Joy Division, donde sin lugar a dudas prevaleció la magnética y atribulada personalidad de Curtis, y prefiera explayarse en la muchísimo más extensa trayectoria de New Order, donde al fin y al cabo, a pesar de sus extraños intentos de negarlo durante todo el libro, era (y es) él quien lleva la voz cantante, literal y figuradamente. Y aunque se echa en falta algo más de atención a la música en sí, el volumen recoge todos los hitos indispensables de la peculiar mitología que con el tiempo se ha ido forjando en torno a los dos grupos.
Lo hace a veces con ciertos indicios de rutina, y sin aportar una mirada significativamente profunda o perspicaz sobre los hechos, pero en todo caso ninguno falta: el concierto de los Sex Pistols en 1976, rito fundacional de todo relato sobre el excitante hervidero que llegaría a ser Manchester entre finales de los 70 y bien entrados los 80; el papel crucial del productor Martin Hannett en la creación de la modernidad visionaria del sonido de Joy Division; el simpar Tony Wilson, el sello Factory y el disparate genial del club Haçienda; la transición en éste desde el rock hasta la explosión hedonista del acid house; la definitiva resintonización en paralelo a aquélla del sonido de New Order hacia la electrónica y la pista de baile, pero sin perder el gusto por las guitarras ni, en el fondo, el aguijonazo de la melancolía; la leyenda dentro de la leyenda que representa Blue Monday, todavía hoy el maxi-single más vendido de todos los tiempos; la consagración del estatus del grupo como estrellas mundiales y las giras por estadios abarrotados...
La lectura del libro deparará pocas sorpresas para quienes estén familiarizados con la historia de Joy Division y New Order, pero al menos en dos aspectos sí profundiza más Sumner. Por un lado en su dura infancia en el seno de una familia asediada por la desgracia y la penuria económica, con padre dado a la fuga a las primeras de cambio y madre enferma y permanentemente abatida e hiriente, y en la descripción de la vida cotidiana en los suburbios del Manchester de los 60 y 70, aspecto éste que vuelve a subrayar hasta qué punto, en aquel entorno, la música de Joy Division representó una especie de soplo de ciencia-ficción.
El otro, más que nada pasto para el cotilleo, tiene que ver con el culebrón que han venido protagonizando Sumner y el gran bajista de ambas bandas, Peter Hook, desde que éste abandonó New Order en 2007. Dejando a un lado la penosa explotación del legado de Joy Division a la que se ha dedicado el último, algo que habla por sí solo, los agrios choques que cuenta Sumner no sorprenden demasiado, entre otros motivos porque el propio Hook se burló siempre con cierto desdén gañán de las inclinaciones intelectuales de Joy Division. De modo que al final todo parece reducirse a la lenta y monstruosa acumulación de agravios y rencores por parte de Hook, un tipo evidentemente necesitado del protagonismo mesiánico y demás quincalla de la cultura rock, y Sumner, un pasivo-agresivo redomado que, tras recordar que su viejo ex compadre tiene desde hace muchos años problemas con el alcohol, admite que también él se comportó muchas veces como "un capullo de cuidado"... aunque sin explicar jamás a qué se refiere, con lo cual sólo podemos deducir, ¿no es verdad?, que no sería para tanto.
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