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Historia de la mujer caníbal | Crítica
Historia de la mujer caníbal. Maryse Condé. Traducción de Martha Asunción Alonso. Impedimenta. Madrid, 2024. 320 páginas. 23,95 euros.
Resulta bien reveladora la lectura de Historia de la mujer caníbal, la novela de Maryse Condé (Pointe-à-Pitre, Guadalupe, 1937) publicada originalmente en 2003 y ahora servida al lector en lengua española de la mano de la editorial Impedimenta con la traducción de Martha Asunción Alonso, después de la de El Evangelio del Nuevo Mundo, el libro que Condé alumbró de manera mucho más reciente (en 2021) y que, sin embargo, el mismo sello lanzó en España con anterioridad, hace ahora justo un año. Ambientado en una Martinica legendaria, el Evangelio contiene una síntesis proverbial del mundo de Condé, en el que el exilio como calidad inherente al ser humano, el no ser de ninguna parte y el precio que tal desarraigo acarrea, constituye un eje decisivo. Y lo hace con un tono mítico, a la vez que esperanzador, en el que vida y muerte se confunden para disolver asimismo las razones tanto de la lógica colonialista como las servidumbres de la respuesta globalizadora. Veinte años antes de esta obra fundamental, la Historia de la mujer caníbal se sumergía en las mismas aguas, grises e incómodas, pero con una premisa mucho más directa en la que la condición humana adquiría directrices bien concretas en cuanto a raza y sexo: para Condé, el exilio no es un asunto geográfico, sino identitario, lo que significa que, llegado al mundo bajo los signos correspondientes, el individuo queda abocado a una errancia perpetua, sin remisión y sin tener que desplazarse un milímetro: no es necesario huir de un determinado lugar para no pertenecer a ninguna parte, basta con venir al mundo en el hemisferio errado de la Historia. El siglo XX llevó esta lógica a un extremo irreversible mediante una asimilación del viejo orden colonial en virtud de una globalización que garantizaba la continuidad de la explotación bajo otro disfraz, cuestión sostenida en el siglo XXI en la medida en que entendemos que los rebrotes xenófobos constituyen, ante todo, una exigencia bursátil. La raíz mítica sacude también a la mujer caníbal, pero todavía desde una poética feroz, aferrada a la encarnadura de lo real. Antes del mito, podría decirse, anidó la rabia.
La Rosélie de Historia de la mujer caníbal vive en la Ciudad del Cabo inmediatamente posterior al apartheid. Es mujer y criolla, es decir, repudiada tanto por los blancos como por los negros: el matiz indeciso de su identidad la convierte en apátrida a los ojos de cualquiera y en cualquier latitud que habite. El detonante de la historia se inscribe sin reparo en la tragedia: el marido de Rosélie, su único vínculo con el extremo sur de África, es asesinado y la protagonista, nacida en Guadalupe, criada en Francia y curtida a lo largo de cuatro continentes, pierde el único asidero con el que debía haber sido su hogar. Su única opción es la de volver a casa, pero Rosélie ya no tiene una casa a la que volver: su naturaleza se asemeja a la de los espíritus que vagan errantes en todas partes y en ninguna. El mito, sin embargo, sí hace acto de presencia cuando la protagonista descubre que su marido no era quien ella creía. Esta traición convierte su pasado en la misma disolución, en igual transparencia: tampoco cuando se creía capaz de asentar un nido estaba Rosélie realmente en su casa. No lo estuvo nunca. Así, no es difícil establecer vínculos entre esta mujer de ninguna parte y una Medea sin hijos (“Digamos que, al principio, le di la espalda a la maternidad. Más adelante, cuando quizá no me habría importado ser madre, fue la maternidad quien me dio la espalda a mí”) que hubiese puesto boca abajo el mapa africano (el nombre Dido, que Condé asigna a la responsable de las tareas domésticas, quien por otra parte sí parece desenvolverse en su propia casa, refuerza esta sinuosa impresión de mitología panafricana). Desde ese pasado, mientras tanto, emerge Rose, la madre, una “negra hermosa” cuya negritud absoluta (“Negra significa negra: melena abundante, treinta y dos dientes como perlas, buena estatura y curvas generosas”) no hace más que denunciar el triste desamparo mestizo de Rosélie.
A hombros de una narrativa crecida en la contención, sin aspavientos ni exhibiciones, pero dotada de una prosa de precisión cirujana para la que la autora no escatima en las imágenes portentosas que marcan a fuego su obra, Historia de la mujer caníbal nos muestra un pulso particularmente íntimo de Maryse Condé. La novela extiende ante el lector una revisión a fondo del matrimonio de Rosélie en la que cada traición se inscribe en el particular exilio de la protagonista, sola ante el mundo, en un destierro en la que sólo cabe huir al siguiente desprecio. Si Ulises alentaba la esperanza de acabar sus días en Ítaca, semejante posibilidad le ha sido negada a Rosélie: ante la sugerencia de volver a su Guadalupe natal, la evidencia dicta que tal regreso entrañaría “un intento de volver al vientre materno. Por desgracia, una vez que salimos, ya no podemos regresar y acurrucarnos de nuevo en su interior. Nadie ha visto nunca a un recién nacido reconvertirse en feto. Una vez que se corta el cordón umbilical y se entierra la placenta, solo queda caminar, cueste lo que cueste. Caminar hasta el final de la existencia”. La Rosélie de Maryse Condé no es sólo una mujer que camina: también es una mujer que admite que no ha dejado de hacerlo, en una Sudáfrica que, como ella, cree haber pasado la página más terrible de su historia pero que aún está obligada a enfrentarse a sus peores fantasmas. Finalmente, con la Historia de la mujer caníbal corresponde celebrar en Maryse Condé la certeza de un clásico. Por si acaso no habíamos tenido ya argumentos suficientes.
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