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DE LIBROS
'Los hijos dormidos'. Anthony Passeron. Traducción de Palmira Feixas. Libros del Asteroide. Barcelona, 2022. 223 páginas. 19,95 euros.
En junio de 1981, el joven infectólogo francés Willy Rozenbaum atiende en su consulta del hospital Claude-Bernard de París a un auxiliar de vuelo que se queja de tos y fiebre persistente. Rozenbaum acaba de leer en una revista de investigación estadounidense la descripción de una extraña neumopatía, y sospecha de inmediato. Tras las correspondientes pruebas, el auxiliar se convierte en el sexto paciente en el mundo, después de cinco ciudadanos norteamericanos, diagnosticado de lo que aún no ha sido bautizado como VIH. Jacques Leibowitch, en otro hospital, el Raymond-Poincaré de Garches, se interesa por una serie de pacientes afectados por el sarcoma de Kaposi, un rarísimo cáncer de piel que en Nueva York y California ha empezado a observarse entre hombres homosexuales. Los médicos americanos sospechan del popper y de las discotecas de ambiente; rebuscan en la forma de vida de los homosexuales, mientras la enfermedad avanza y se gana el infame sobrenombre de cáncer gay. Pronto el estigma se extiende sobre cuatro grupos, las célebres cuatro h: homosexuales, heroinómanos, hemofílicos y haitianos. Las instituciones médicas ignoran a los jóvenes investigadores que como Rozenbaum o Leibowitch intentan alertarlas, y en los hospitales se desprecia y humilla a los enfermos, que acaban enterrados en ataúdes forrados de plomo. Los gobiernos tardan en ser conscientes de la gravedad de la situación, y algunos incluso la ignoran o subestiman. Cuando el periodista David France informó al alcalde de Nueva York Ed Koch del trato que recibían los enfermos de sida en los hospitales de la ciudad, su respuesta fue un explosivo "No seas ridículo". Es conocida la actitud de Reagan, que no pronunció la palabra sida hasta 1987; "Silence = Death" era el lema de las manifestaciones. Juan Pablo II, en los peores años de la epidemia, seguía haciendo campaña contra los preservativos en África y donde hiciera falta. Especialmente famoso es el caso de Rock Hudson, que se fue a morir a su casa porque nadie aceptó tratarlo. En Francia, por entonces ya se había aislado y nombrado el virus; dos de sus descubridores, Luc Montagnier y Françoise Barré-Sinoussi, recibirían en 2008 un polémico premio Nobel de Medicina que parecía excluir a otros pioneros en la investigación.
El escritor francés Anthony Passeron (Niza, 1983) nació en una de aquellas familias duramente golpeadas por la epidemia. Su tío Désiré, el primogénito, había empezado a consumir heroína en los últimos años setenta; al iniciarse la siguiente década, el sida ya había destrozado su organismo. Los hijos dormidos, su primera obra, traducida por Palmira Feixas y publicada por Libros del Asteroide, retrata el calvario de Désiré y el de sus padres y hermano, en una mezcla de memorias y novela que se alterna con la crónica de las primeras investigaciones, el avance de la enfermedad y los efectos sociales y culturales en un país que asistía a su expansión entre la ignorancia y el desprecio. La imagen de los hijos dormidos –que hace referencia a los hijos de familias normales y trabajadoras que empezaron a aparecer inconscientes en las calles, con una jeringuilla colgando del brazo– sintetiza perfectamente el horror que tomó por sorpresa a unos padres atónitos, que habían, muchos de ellos, logrado sobrevivir a la guerra o a las condiciones desesperadas de la inmigración y habían labrado duramente un futuro para una descendencia que, de repente, veían desaparecer dentro de una pesadilla. Los hijos dormidos se suma a otras voces que en los últimos años han identificado en la epidemia del sida los rasgos de un cambio cultural, social y político.
Hoy, después de muchos muertos, podemos permitirnos cierto optimismo. Las condiciones de vida de los afectados por el VIH son, en general y en los países occidentales, incomparables con las de sus primeras víctimas. A lo mejor hemos llegado a ello por casualidad: Willy Rozenbaum es el hijo de un judío polaco superviviente del gulag, la mitad de la familia de Jean-Claude Chermann –otro de los grandes investigadores– desapareció en Auschwitz, y Luc Montagnier acabó sus días defendiendo que el ADN puede teletransportarse por ondas electromagnéticas e investigando la memoria del agua. Algunos de ellos también han muerto ya, como tantos que se enfrentaron al desprecio y a la maldad. Los hijos dormidos es también un homenaje a aquellos que lo hicieron en primera línea, especialmente las madres de los enfermos. La abuela de Passeron, inmigrante italiana que había hecho todo lo posible por olvidar las humillaciones de su infancia, convencida de que es la única que puede ayudar a su hijo, está dispuesta a reabrir por él todas las heridas de su vida, y también a esconderlas de nuevo en el silencio.
Los hijos dormidos está escrito con una conmovedora frialdad que atrapa inmediatamente al lector y ofrece un contexto a la epidemia del sida capaz de explicarla dentro del convulso espíritu de la juventud de la época y el sufrimiento de la generación anterior, atrapada entre la supervivencia y el trabajo.
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