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Arte El Cristo para la Hermandad de las Cigarreras, hoy guardado en unos almacenes, supuso un escándalo en su época
Quizás por la sombra que proyecta su hermano Gonzalo (uno de los pintores andaluces más importantes del gozne entre los siglos XIX y XX), Joaquín Bilbao (Sevilla, 1864-1934) es hoy prácticamente un desconocido. Desconocimiento que raya la ingratitud si se tiene en cuenta que es el autor de la escultura más conocida de la ciudad: el San Fernando que preside la Plaza Nueva. Hasta los miles de alumnos universitarios que han pasado por la antigua Fábrica de Tabacos suelen ignorar que la escultura dedicada al fundador de la Hispalense, Maese Rodrigo Fernández de Santaella (que hoy preside uno de los patios del Rectorado), pertenece a este autor que abandonó la abogacía para dedicarse en cuerpo y alma al arte.
En contra de este olvido, un inspector de Educación jubilado, Mario Gómez, ha dedicado los últimos once años de su vida a elaborar una voluminosa tesis doctoral que ha sido dirigida por el ex director del Museo de Bellas Artes Enrique Pareja y que pretende recuperar a "un autor que fue muy popular en su época y que tocó todos los estilos con acierto, aunque no se le ha rendido la justicia debida". Gracias a este estudio, se ha podido fijar definitivamente la biografía del escultor y aclarar algunas falsas atribuciones e iconografías.
Nacido en una familia acomodada, Joaquín Bilbao fue hijo de un reconocido abogado, Leopoldo Bilbao. Él mismo llegaría a ejercer la abogacía en el despacho de Manuel Bedmar hasta que, en los primeros años de la década de los 90 del siglo XIX, decide dedicarse a la escultura, un oficio que aprendió en los talleres del que quizás es el artista más importante en este género en la Sevilla del XIX, Antonio Susillo, autor de estatuas tan conocidas como las de Velázquez de la Plaza del Duque, Daóiz de la Gavidia (conocido como Zapatones), el Cristo de las Mieles del Cementerio o las doce figuras de sevillanos ilustres del Palacio de San Telmo.
"Susillo marca muy especialmente la obra de Joaquín Bilbao, quien, cuando su maestro se suicida, comienza una serie de viajes por Europa que, con París como centro de operaciones, le llevará a Bélgica, Inglaterra y Holanda, país que, al comprobar la cantidad de figurillas que realizó con sus tipos populares, tuvo que impresionarle bastante", afirma Mario Gómez.
De su deambular por Europa adquirió ciertas influencias de los autores de moda del momento -Rodin, Carpeau...-, aunque, como indica Gómez, "él nunca fue un vanguardista". Este influjo es claro en el Cristo de los Dolores que esculpe para la Hermandad de las Cigarreras, con el que "intentó introducir en la Semana Santa cierta modernidad artística, pero que no conectó en absoluto con la sensibilidad popular". El anecdotario sobre los comentarios y saetas que se le dedicaron a esta efigie -hoy guardada en los almacenes de la hermandad- es bastante extenso.
Sin embargo, su estilo, en general, fue bastante comprendido por la sociedad en la que vivió, "evolucionando de un realismo historicista [tocó prácticamente todos los neo] hacia el naturalismo". Como técnicas trabajó, además del bronce, el barro (en el que era un consumado experto), la porcelana biscuit, la madera o el mármol. "También frecuentó la pintura (retratos, paisajes, trampantojos...), y el urbanismo, participando en la comisión para el embellecimiento de la Plaza de Triunfo". Incluso tocó el palo de la gestión cultural, como demuestran sus años como habilitado y conservador de la Casa del Greco en Toledo, "no director, como se había especulado hasta ahora", recalca Mario Gómez.
Su idea del arte se comprende observando sus obras, como (además de las ya indicadas), la estatua de Cánovas del Castillo en la Plaza del Senado de Madrid, el Apostolado de la puerta de la Concepción de la Catedral de Sevilla, el retablo del Cristo de Maracaibo y el mausoleo del Cardenal Spínola (también en el templo metropolitano) o su participación en el monumento a Alfonso XII del Parque del Retiro con la Alegoría a las artes.
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