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La herencia de Cervantes

Thackeray compone en esta novela recuperada por Periférica una obra de moderna picaresca donde los pícaros visten los fragantes pañuelos de la City.

El novelista inglés William M. Thackeray (Alipur, Calcuta, 1811 - Londres, 1863).
Manuel Gregorio González

07 de septiembre 2014 - 05:00

La historia de Samuel Titmarsh y el gran diamante Hoggarty. William M. Thackeray. Trad. Ángeles de los Santos. Periférica. Cáceres, 2014. 256 págs. 17,90 euros

La presente obra de William Thackeray forma parte de eso que podríamos llamar, sin ironía alguna, el "reformismo victoriano", y cuyo mayor y más grave representante no es otro que el titánico e infortunado Charles Dickens. Antes, sin embargo, conviene hacer una precisión; y más que una precisión, un recuerdo de aquello que, de modo expreso, tanto Dickens como Thackeray (y antes que ellos Swift, Sterne y Tobías Smollett), supieron con abrumada certeza; vale decir, el indudable linaje cervantino de sus escritos, y la profunda relectura que el XIX hará de uno de los libros más sorprendentes e inagotables de todos los tiempos, cual es El Quijote.

Con todo, y a pesar de quienes, como Cioran, atribuyen erróneamente un origen francés a la novela, el origen de esta obra de William Thackeray no es estrictamente cervantino. Sí lo es el tono, la ironía, la benevolencia, esa grandeza tenue y sin embargo viva, omnipresente, con que Cervantes quiso narrar las vicisitudes del corazón humano. Sin duda, ése es el magisterio que Thackeray, por intermediación de Dickens, ha escogido para componer esta obra de moderna picaresca (entiéndase, de mediados del XIX), donde los pícaros ya no visten la ajada ropa del Quinientos español, sino la ceñida casaca y los fragantes pañuelos de la City. Quiere decirse, pues, que a pesar del enorme influjo cervantino, suficientemente señalado, el modelo de Thackeray no es otro que aquél que nace, tres siglos antes, a orillas del Tormes. Con una diferencia crucial, sin embargo, que señala la diferente lectura que un siglo y otro hacen de un mismo hecho. Si en el Lazarillo de Tormes las vicisitudes de su protagonista sirven para mostrar, no sólo la voluble condición de la Fortuna, sino la pesadumbre y la desgracia que afligen al débil; en La historia de Samuel Titmarsh y el gran diamante Hoggarty la intención de su autor es de muy distinta índole, y cuya naturaleza va estrechamente ligada a la sociedad industrial, a la economía burguesa que le da origen. Esto significa que, mientras que la inocencia de Lázaro de Tormes obtendrá como premio cierta inquidad indolora y una vida escasa y reprehensible, el joven Titmarsh de Thackeray hará triunfar los valores que ponderó su siglo: la probidad, la honestidad, la rectitud, la diligencia, y toda esa constelación de virtudes que podemos asociar, sin demasiado esfuerzo, a la actividad económica y a la necesaria confianza en que descansan los prósperos negocios de la metrópoli. De hecho, y siguiendo una fuerte corriente del XIX, el azacaneado protagonista de Thackeray encontrará un adecuado fin a su comportamiento virtuoso, como hallaremos también en la novelística de Dickens o de Twain, salvo en sus últimas obras, donde el pesimismo -donde una profunda zozobra que atenaza a ambos- se habrá sobrepuesto al reformismo de la primera hora.

En este sentido, es posible concluir que la ironía que penetra la obra de Thackeray (y la de Dickens), corre pareja a cierta esperanza en la compasión y el juicio humanos. Dicha esperanza, inexistente en la feroz sátira de Swift, o muy atenuada en el afilado humorismo de Lawrence Sterne, en Thackeray señala a una confianza en la sociedad, y en su capacidad para solventar las injusticias que la propia sociedad genera, de la que Samuel Titmarsh es, no sólo una prueba irrefutable, sino el espejo combado en el que los especuladores de la City se reflejan. Aun así, tales malhechores financieros no serán enjuiciados con la severidad contrarreformista de un Quevedo, y tampoco con la educada violencia dieciochesca de Jonathan Swift. El prejuicio en favor de las clases adineradas es demasiado fuerte en Thackeray (y en la literatura victoriana), como para llegar a tales extremos. Una cosa es denunciar la hipocresía y la mezquindad de los especuladores financieros, como hace Thackeray, y otra muy distinta es postular la venta de niños como fuente de ingresos para los pobres de Irlanda. Unos niños que, convenientemente cebados, serían un tierno y delicado manjar en las mesas ilustres de Gran Bretaña. Eso es lo que sugiere Swift, un siglo antes, para acabar con la hambruna que azotaba a su país, en Una humilde propuesta.

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