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Se hace camino al andar

Con ecos tanto del pensamiento ilustrado, como del romántico y el moderno, Schelle entrega en este libro una deliciosa cavilación sobre 'El arte de pasear'.

'Cecilia, o la historia del huérfano rico', un lienzo de Chodowiecki de 1787.
Alfonso Crespo

03 de agosto 2014 - 05:00

'El arte de pasear'. Karl Gottlob Schelle. Trad. Isabel Hernández. Díaz y Pons. Madrid, 2013, 190 páginas. 17 euros

No exageran los editores -Antonio Díaz y Pedro Pons- cuando advierten del objetivo de rescatar para su colección libros delicados y de factura bella donde se imprima el pensamiento acerca de la vida como arte. Al menos no con este opúsculo delicioso, elegante objeto-libro que promueve, mientras lo sostenemos para su lectura, una alianza entre valores sensoriales y espirituales como la que se encuentra en el núcleo de la reflexión de su autor, el filósofo ilustrado alemán Karl Gottlob Schelle (1777-1825), quien diera a la imprenta esta auténtica guía para el paseante poco después de inaugurado el siglo XIX. Arropado por dos escritos, a modo de intercambiables prólogo y epílogo, de Federico L. Silvestre, profesor de Historia del Arte y especialista en estudios sobre paisaje que contextualiza la obra y ayuda a comprenderla al buscar sus implicaciones en la extensa y heterogénea literatura en torno al paseo -de Séneca al situacionismo de Debord y otros-, El arte de pasear se presenta como ese texto clave que, en una determinada época, fue capaz de reescribir una tradición proyectándola inopinadamente hacia el futuro. Schelle no es ningún visionario, pero en este libro olvidado se ejecuta un baile entre ilustración, romanticismo y modernidad de cuyo abigarrado movimiento aún notamos la percutiente vibración.

Decía Magris en El anillo de Clarisse que Robert Walser -el autor de El paseo, que compartió con Schelle desenlace en el asilo mental, sobrevuela significativamente estas páginas- concebía la promenade como un misterioso equilibrio entre el puro desinterés y la intención solapada, pues la libertad que inspira al que se decide a iniciar un trayecto a pie por su ciudad no está exenta de motivaciones más o menos conscientes y de deseos que espera ver cumplidos. En el caso del ilustrado Schelle también se trata de una armonización, en concreto de la que el paseante debe constituir entre su propensión a la reflexión interna -el vuelo espiritual- y la materia sensible -la naturaleza sobre todo- que la inspira y en cierta medida provoca. Así, anticipándose -al tiempo que se establece como un eslabón entre la tradición pintoresca y ésta que vaticina- a la rica experiencia urbana del flâneur que conceptualizará entre otros Baudelaire, Schelle se distancia en estas páginas del influjo contemporáneo del ensueño caminante de Rousseau, para quien las circunstancias del paseo sólo suponían el disparador externo que encendía la mecha de la divagación mental para luego desaparecer como por encantamiento. Schelle, por su lado, escribe contra estos "filósofos enfermos de especulación" e involucra en su proyecto la pedagogía de una filosofía práctica que sirviera para excitar en el lector la necesidad de "huir de la cárcel del cuarto" mediante un acto, el del paseo, que devenía en experiencia estética con correlato ético (Schelle, claro, fue amigo de Kant, con quien se carteó intensamente y de quien editó, en 1807, la Geografía físicade Immanuel Kant para la instrucción de jóvenes). Es decir, el paseo proporciona un juego asociativo -una suerte de montaje- entre las sensaciones del mundo por una parte y el contenido de la memoria y el imaginario por otra; "leve distanciamiento, efímera droga" (en acertadas palabras del profesor Silvestre) que sólo procura el efecto artístico y moral apuntado (se trata de una actividad en esencia formativa, constituyente de la Bildung) cuando el movimiento del paseante respeta el circuito de intercambios entre los adentros y el afuera, entre pensamiento y sensación (una contemplación estética de la naturaleza que deviene en bien moral), y no lo obstaculiza mediante una intelectualización de lo percibido o a partir de su opuesto simétrico, la observación intensa del entorno y el predominio del componente físico (no se pasea, se nos recuerda aquí, para desfogar).

Pero El arte de pasear, como señalábamos más arriba, es ante todo una guía para el burgués ilustrado, una orientación de vocación práctica donde se acumulan consejos con los que alcanzar una determinada aurea mediocritas del paseo, actividad cuyo actor precisa sujetarse a las consonancias y rimas antedichas tanto en sus desplazamientos por la ciudad como por el campo (el sabio intercalado de estos ámbitos es otro aspecto esencial en un buen aprovechamiento del caminar). Y estas advertencias, aunque nuestras ciudades sean hace tiempo pasto de turistas arrastrados y nuestros campos los recorten las autopistas, se encargan de demostrar la vigencia, gracia y profundidad de las reflexiones de Schelle. A saber: el verdadero paseante necesita de un "bagaje de ideas" previo; debe alternar lo urbano con lo rural; no pretender andar y leer al mismo tiempo (para lo segundo siempre puede haber tiempo al fresco de la sombra de un árbol frondoso); que no olvide la finalidad psíquica del paseo (el enfermo debe abstenerse de la caminata a pie, o del viaje en caballo o en coche, al ser demasiado consciente de su cuerpo); ni obvie el sentido común (nada de pasear después de comer o bajo un estado de ánimo sombrío); y, por supuesto, que aproveche la compañía humana y el azar de los encuentros, aunque sin olvidar lo que le pasó a Horacio en la Vía Sacra, pues siempre podemos toparnos con un sabio cualquiera y que nos dé la tarde.

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