Alba Molina | crítica
No lo es ni pretende serlo
Arte
El Museo del Prado abre la temporada de primavera con una espléndida exposición del pintor boloñés Guido Reni (1575-1642), que será visitable hasta el próximo 9 de julio. La exposición cuenta con obras de numerosos museos, instituciones y colecciones privadas, y se halla comisariada por el jefe del Departamento de Pintura Italiana y Francesa del Prado, David García Cueto, quien ha querido incluir, junto a las obras del propio Reni, pinturas de distintos autores: Carravaggio, Calvaert, los Carracci, Tintoretto, Tiziano, Ribera, el Guercino, Zurbarán, Murillo..., así como una muestra de escultura clásica y renacentista en las que se ilustra el mutuo juego de influencias en el que toma cuerpo la obra del pintor boloñés.
En tal sentido, la característica más destacable de esta exposición es la propia versatilidad de Reni, a quien veremos oscilar, desde temprano, entre el claroscuro caravaggista, apreciable en su extraordinario David con la cabeza de Goliat, y el dibujo sólido y luminoso de los hermanos Carracci, en cuyo taller –en el de Ludovico–, el joven Reni aprendió tras su pupilaje con Calvaert. En sentido contrario, podemos advertir la influencia de Reni sobre la iconografía murillesca, a través de La Inmaculada Concepción de 1627, que Murillo pudo contemplar durante años en la catedral de Sevilla y que hoy se halla en el Metropolitan de Nueva York.
¿Qué es lo que singulariza, entonces, la pintura de Reni, a pesar de esta ductilidad ya señalada? Según Lionelo Venturi, la inmensa celebridad alcanzada por Reni, que se prolongó durante dos siglos, se debió a su inusual capacidad de representar la gracia; esto es, a su “habilidad en la representación física de los movimientos del alma”. Es el propio Reni, no obstante, quien acaso nos informe de sus ambiciones en el cuadro que abre, significativamente, la exposición: La unión del Dibujo y el Color (1624), y ello porque el colorido veneciano y el dibujo boloñés de los Carracci representaban posiciones opuestas en la pintura barroca, a lo cual se añadirá la gran perturbación lumínica caravaggiesca (según Poussin, Caravaggio había venido a acabar con la pintura), de la cual, el propio Reni extraerá sus propias y valiosas enseñanzas.
Todavía en el XIX, Bolognini recordará que la enseñanza principal de Ludovico Carracci al joven Reni será una de carácter negativo: hacer lo contrario de lo que hizo Caravaggio. Sin embargo, en el Winckelmann de las Reflexiones sobre la imitación de las obras griegas... (1756), nos encontramos ya con un olvido, con una nostalgia de la línea limpia de Reni, que servirá al anticuario alemán para urdir su ideal neoclásico. Sin embargo, lo que hace de Reni un autor distinto y superior es este doble dominio del color y la forma que se sustancia, por ejemplo, en la translucidez de sus cuerpos, en el esplendor suntuoso del ropaje (Salomé con la cabeza de san Juan Bautista) y en unos cielos azules, de impresionante profundidad, que el visitante puede disfrutar en su San Sebastián, en las dos copias de Hipómenes y Atalanta o en el Susana y los viejos venido de la National Gallery. También, en lo que se refiere al dibujo anatómico y su colorido, en los extraordinarios Baco y Ariadna y la Cleopatra del Prado, quien empalidece mortalmente, mordida por un áspid.
Otra de las cuestiones patentes en la exposición es el modo en que el taller de Reni efectuaba sus copias, así como la forma sumaria y despojada de su pintura, de colores más tenues, que se aprecia en los últimos tiempos del pintor, y que en ocasiones consiste en un poderoso esbozo, distribuido en masas. En cuanto a las copias, hay varias versiones de Cleopatra, Santiago el Mayor o Santa Catalina de Alejandría donde el visitante puede apreciar tanto las distintas calidades de cada versión, como la diversa combinación del colorido y las leves variaciones del dibujo con que se resolvieron dichos encargos en la bottega de Reni. Un Reni, por cierto, cuyo retrato juvenil nos recibe al comienzo de la exposición, vestido ya como un burgués despierto y ambicioso, y cuyo tardío amor por el juego, como se recuerda en la exposición, nunca empañó su alto sentido de la gracia.
En la sala 16 A del Prado, a muy pocos pasos de Las hilanderas y El rapto de Europa de Velázquez, se encuentran las Obras maestras de la Frick Collection neoyorkina, donde el visitante afortunado podrá ver, entre otros valiosos cuadros adquiridos por el magnate norteamericano, el retrato de Felipe IV en Fraga de Velázquez, el retrato del Duque de Osuna de Goya, uno de los escasos autorretratos de Murillo (1650-55), donde el pintor se figura joven y orlado en piedra, y dos singulares piezas del Greco: un San Jerónimo que levanta la vista de su lectura (c.1590), y un retrato, entre cortesano y bélico, de Vincenzo Anastagi (1575, en la imagen), vestido con calzón verde ácido, el casco en el suelo y una ventana palaciega al fondo. Preside la sala, solemnemente, La fragua de Goya. Y a poca distancia de ahí uno de sus cuadros más “modernos”, por el parpadeo nervioso y escueto de sus pinceles: el retrato que Goya hizo a Juan Bautista de Muguiro (1827) en Burdeos y que pertenece, felizmente, al Prado.
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