Grecia para disconformes

Elba editorial publica el Viaje a Grecia de Mario Praz, obra de su primera madurez, que coincide en el tiempo con la escritura de su ensayo más célebre, La carne, la muerte y el diablo, publicado en 1930

El historiador y crítico italiano Mario Praz. Roma, 1896-1982
El historiador y crítico italiano Mario Praz. Roma, 1896-1982
Manuel Gregorio González

04 de agosto 2024 - 06:00

La ficha

Viaje a Grecia. Mario Praz. Trad. José Ramón Monreal. Epílogo de Marcello Staglieno. Elba. Barcelona, 2024. 112 págs. 20 €

El Praz que firma este Viaje a Grecia es el mismo que ha escrito, muy a primeros de los años 30, La carne, la muerte y el diablo. Es también, por tanto, el joven erudito que conoce, no solo el decadentismo de Gabrielle D'Annuncio, sino el maquinismo intrépido, de ambición anti-clásica, de Filippo Tommaso Marinetti. Se halla Praz, en cualquier caso, en una hora mayor de la arqueología, que ha obtenido célebres triunfos tanto en la Creta minoica de Arthur Evans, a primeros del XX, como en el Egipto desempolvado por Howard Carter, quien desenterraría la afligida momia de Tutankhamón, al otro lado del Mediterráneo, apenas comenzados los locos 20. De algún modo, pues, Praz viaja a una Grecia que ya no es Grecia. Pero no solo por el fuerte viso oriental que se señala desde antiguo (recuérdese la muerte de Byron), y que serviría de excusa a las predaciones europeas del XVIII-XIX, la mayor de las cuales sería el Partenón cuarteado por lord Elgin; sino por una cuestión más sutil, y sin duda más profunda, que Praz no dejará de señalar: la Grecia clásica que se había empezado a admirar, con cierto sistema, en la segunda mitad del Setecientos, es, en buena parte, un producto intelectual, un refinado espejismo, que tuvo en Winckelmann a su más enérgico ideólogo.

Praz señala irónicamente las imaginativas restauraciones de Evans en Cnosos

El lector sin duda conoce cuál es la predilección de Praz: cierta idea del Romanticismo, que excede lo meramente romántico, y que se halla enraizada en la literatura anglosajona del XIX. Antes, sin embargo, ha ocurrido la difusión del estilo dórico, gracias al redescubrimiento de Paestum. Y en paralelo a ello, una idea de lo griego, amonedada por el neoclasicismo, que al cabo se revelaría pálida y distorsionada, más cercana a la fría estatuaria de Thorvaldsen que de la viva y colorida antigüedad pagana. A ello debe añadirse otra cuestión que pudiéramos llamar el dilema Ruskin/Viollet-le-Duc, y que implica la decisiva inclinación, bien hacia una respetuosa conservación de los vestigios del pasado, bien hacia una restauración imaginativa -demasiado imaginativa, en ocasiones-, que es la que Praz señala aquí, con abundante ironía, a cuenta de las actuaciones de Evans en Cnosos. «Es cierto que Evans -leemos en la página 37- ha hecho muchísimo por sacar a la luz las reliquias de esa civilización desaparecida. Tal vez, ha hecho un poquito demasiado». ¿Y qué es lo que busca este especialista en el Romanticismo en la Grecia pobre y orientalizada que aparece en estas páginas, aún viva entre la luminosa estampa del paisaje antiguo y el manifiesto estrago del turismo arqueológico? Hemos de recordar aquí dos hechos que nos revelarán, de algún modo, tal misterio. Uno primero es que Ossian, la genial patraña ilustrada de Macpherson, ofreció a la literatura británica un distinto origen a la literatura insular, distanciándola del origen greco-latino y atrayéndola de una sensibilidad más sublime que la de Homero, a juicio de Blair. Un segundo hecho es que esta nervadura pasional será la que se busque también en el mundo clásico, tal como lo consigna, ya muy avanzado el XIX, Friedrich Nietzsche, en El nacimiento de la tragedia, cuando considere el dórico el último limes apolíneo, ante la devoración y el desorden dionisíacos.

Casa museo de Mario Praz en Roma
Casa museo de Mario Praz en Roma

Dos años antes, en 1869, Schliemann ha escrito su Ítaca, el Peloponeso, Troya. Investivaciones arqueológicas. Y serán esas observaciones las que le lleven, de inmediato, al descubrimiento de Troya. El accidentado comportamiento de Schliemann, en sus excavaciones troyanas, no difiere mucho de lo señalado por Praz en Evans. No olvidemos, sin embargo, una sospecha previa: el carácter de copias mediocres de muchos de los vestigios -esculturas, principalmente- que Winckelmann y tantos otros consideraron originales sublimes. De modo que no es solo la Grecia paupérrima, sometida largamente a la Sublime Puerta; sino el doble error de la erudición arqueológica que favoreció la falsificación, así como la fantasía erudita, aquello que entorpece la mirada de Praz sobre la Grecia visitada. «Porque Grecia es más grande; nosotros los occidentales la llevamos en el alma incluso bajo las más inhóspitas latitudes». Es esta idea de cálida y vibrante sencillez, de grave y decantada inteligencia, al amparo de un cielo favorable, lo que Praz parece llamar Grecia.

El neoclásico y lo falso

El neoclásico que formula Winckelmann es también una ambiciosa petición de principio: con el conocimiento adecuado y frecuente de los mármoles, el crítico, el erudito (o sea Winckelmann), podrá consignar «científicamente» la antigüedad y sus meandros. Esta rigurosa disciplina encontrará, sin embargo, un escollo de importancia apenas formulada: tanto el pintor Rafael Mengs, amigo y maestro de Winckelmann, como su discípulo el pintor Giovanni Casanova, hermano del aventurero veneciano, le presentarán como verdaderas tres pinturas antiguas, pintadas por ellos mismos, que el anticuario sajón incluiría en la primera edición de su Historia del Arte en la Antigüedad de 1764. Es este pliegue conceptual, donde la imprecisión histórica y la falsedad de los vestigios se alimentan de consuno (Casanova le vendió los dos cuadros falsos al buen Winckelmann), el que Praz encuentra todavía, en activo funcionamiento, en la Grecia de hace noventa años. En tal sentido, podría decirse que la Historia del Arte es una impenetrable -y a veces lucrativa- fantasmagoría.

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