La gran familia
Opinión
NUNCA tuvo el cine español tan a mano dar un verdadero quiebro a sus propias y viejas inercias, más aun cuando la crisis y el cambio de paradigma lo azotan y zarandean con fuerza, con unas cifras generales que no invitan precisamente al optimismo: 16% menos de recaudación en taquilla, una pérdida de 16 millones de espectadores respecto a 2012 y un descenso de rodajes nacionales del 30%.
Nunca en una misma temporada hubo un ramillete tan variado y estimulante de películas nacidas precisamente de la coyuntura y las nuevas condiciones de producción o de un fértil periodo de eclecticismo y libertad creativa, esas que forman parte de la etiqueta del otro cine español, para poder alcanzar con merecimiento, en un momento de pánico y desconcierto, un estatus de visibilidad y promoción como el que, aunque sea por unas semanas, proporcionan estos Goya.
Hablamos de títulos de ficción como Gente en sitios, de Juan Cavestany, Un ramo de cactus, de Pablo Llorca, Los ilusos, de Jonás Trueba, Historia de la meva mort, de Albert Serra, El muerto y ser feliz, de Javier Rebollo, junto a nuevos modelos híbridos, documentales o de sesgo experimental como los que proponen El futuro, Costa da Morte, Arraianos, La casa Emak Bakia, Sé villana, la Sevilla del Diablo, La fotógrafa, Dime quién era Sanchicorrota o La jungla interior, entre otros, reconocidos todos en importantes festivales nacionales e internacionales y olímpicamente ninguneados por nuestros académicos.
Pero no, el otro cine español seguirá un año más en el sitio que, al parecer, le corresponde; a saber, en esos márgenes del reconocimiento crítico o los festivales (físicos u online) que a nadie importan, para dejar el lugar de honor, la pasarela de rostros jóvenes y guapos y los focos mediáticos a unos títulos que siguen confirmando el añejo statu quo y las formas caducas de una industria y sus distintas familias, que parecen estar condenándose ellas mismas a una suerte de suicidio asistido y en directo, con una escasa capacidad autocrítica, mientras las instituciones oficiales y el gobierno confirman, ley a ley, ayuda a ayuda, su desprecio por el cine y la cultura, mirados siempre con sospecha de ser un molesto foco de disidencia crítica.
Y es que, hasta que se produzca un recambio generacional y, en consecuencia, un cambio de mentalidad respecto a lo que es o puede ser el cine español, la Academia y sus académicos siguen confiando únicamente en el modelo industrial de-toda-la-vida, en contentar a esa gran familia española que es mucho más pequeña de lo que pensamos y que no es otra que la de los centenares de profesionales que componen el gremio que legitima y premia ese mismo statu quo, sin atender a otros modelos que no sean los que ellos mismos proponen y los que les dan de comer al fin y al cabo: una pescadilla que se muerde la cola, en definitiva.
Los complacientes y previsibles filmes de Álex De la Iglesia (Las brujas de Zugarramurdi), Daniel Sánchez-Arévalo (La gran familia española), David Trueba (Vivir es fácil con los ojos cerrados) y Gracia Querejeta (15 años y un día) o la exitosa comedia de Javier Ruiz Caldera 3 Bodas de más consolidan, con ayuda del amigo americano o las televisiones privadas, a los niños mimados de la profesionalidad contrastada, el prestigio académico y la taquilla (aunque no tanto, repasen las cifras en la web del ICAA, hagan las cuentas entre presupuesto, copias y recaudación y échense a temblar), por más que, como en los tiempos de La soledad, se hayan colado aquí Caníbal, del almeriense Manuel Martín Cuenca, y La herida, el debut del sevillano Fernando Franco, no tanto como muestras de ese otro cine, tal y como se podrá leer hoy en muchos sitios, sino como saludables y adultas propuestas autoriales ya sancionadas por la crítica que no buscan tanto la disidencia industrial o complacer a todos los públicos como apostar por un cierto rigor formal, una cierta mirada moderna al aquí y ahora y una relativa resistencia realizada desde dentro. Algo es algo.
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