Ignacio Valduérteles
Hacer los deberes o Milei en las hermandades
De varia commensuración | Crítica
Gloria Martín, 'De varia commensuración’. Galería Birimbao. Alcázares, 5. Sevilla. Hasta el 18 de febrero
El Renacimiento marcó el fin de la doble tutela que pesaba sobre la pintura: la del taller y la de la Iglesia. Se libera de los modelos tradicionales, que los maestros seguían e imponían a aprendices y discípulos (recuérdense las tensiones entre Mantegna, casi niño aún, y su maestro Squarcione), y de las narraciones que los predicadores convertían en canon para que los fieles cristianos identificaran fácilmente el misterio de la fe que tenían ante los ojos. El pintor, sin estas restricciones, trabaja al hilo de las exigencias de la obra. Más que cuidadoso y atento artesano, inventa o si se prefiere, crea. Comparte así la dignidad del poeta, suscribiendo el verso de Horacio: al pintor y al poeta corresponde la misma capacidad de atrevimiento.
Al entusiasmo de esta dorada juventud de la pintura sucede, en el siglo XVII la mirada reflexiva del autor. Más que hacer valer su arte por su cercanía a la ciencia (o a la magia), el pintor medita sobre el acto mismo de pintar. Por eso Velázquez y Rembrandt no dudan en mostrarnos el revés del cuadro al que se enfrenta el pintor o incluyen un cuadro en el interior de otro. Antes que pintar historias buscan representar la ilusión misma de la pintura. Andando el tiempo llevarán al lienzo los medios de su trabajo -el grabado sujeto a la pared, la escuadra, el tiento- e incluso el revés del cuadro, el propio bastidor.
Gloria Martín (Alcalá de Guadaira, Sevilla, 1980) ha repensado esta tradición. Rebuscó en viejos anaqueles los moldes en yeso de las esculturas, rescató imágenes del museo en tiempos de guerra, recuperó las cajas que resguardaron destacadas esculturas en tiempos agitados, señaló cómo el patrimonio cultural exige gestión administrativa y espacios expositivos, y acumuló los llamados parerga, esto es, los marcos, auras que rodean el lienzo o el papel, y que ella presentó vacías.
Gloria Martín recoge aquella tradición pero su intención es diferente: más que tender una mirada reflexiva sobre la pintura, enfatiza los diversos integrantes de la institución arte. Una preocupación característica del llamado arte conceptual pero que ella, con una nueva vuelta de tuerca, lleva a la imagen, a la propia pintura.
Parecida intención tiene esta exposición, escorada desde el título del libro de Arfe hacia la pedagogía del arte. En efecto, los caballetes acumulados en el gran lienzo colgado al fondo de la sala hacen pensar en estudios como el de Cormon, donde Van Gogh, 33 años, comparte aprendizaje y anuda una fuerte amistad con un Lautrec adolescente. Gloria Martín añade a la derecha la blanca silueta de una Venus (quizá con una gota de ironía en el ritmo de su perfil) y coloca en primer plano una mesa con libros (¿qué harían sin ellos los artistas?), una caja con volúmenes geométricos, pliegos de papel, un cartabón y un escuadra.
Las cajas adquieren especial protagonismo. Más que como acumulación de útiles, me parecen materializaciones de la memoria del pintor que dispondrá, si le hace falta, de los distintos sólidos geoméricos, de plantillas o perfiles, o de la carta de colores que Martín trata con especial delicadeza. La mirada que sobrevuela las cajas y las recoge, las convierte en cuadros rodeados de un breve marco que se ajusta exactamente a las dimensiones de la obra.
Son así cuadros dentro del cuadro, como ocurre también con un pequeño lienzo, Escuadra y cartabón. Las dos formas geométricas aparecen, digamos, en negativo: recortados en piezas de madera colocadas a la derecha y la izquierda de un caballete del que sólo vemos un fragmento.
Hay otras propuestas que hablan de aquel aprendizaje. Destacan en este sentido las dos dedicadas al pantógrafo, un dispositivo que permite trasladar un dibujo a una escala distinta. La autora en uno de ellos incluye un tiento, aquellas varas usadas para garantizar el pulso, algo sin duda necesario para el eficaz empleo del pantógrafo. Junto a ese instrumento, el Siluetógrafo, buen ejercicio para el pulso, aunque semejante ingenio (que hace pensar en uno de los legendarios orígenes de la pintura) frecuentó sobre todo el salón elegante o el taller del diseñador de joyas porque de estas siluetas surgieron camafeos y medallones.
Más importante aún que estas piezas me parecen dos obras tituladas Taller de Ebanistería, I y II. La primera es un tablero enmarcado en el que cuelgan diversas piezas. La segunda, una percha, sobre el muro, en la que se acumulan reglas, perfiles curvos, escuadras… En esta última obra los sencillos objetos logran dar al cuadro la dignidad de la naturaleza muerta. En la primera sorprende la cercanía y el ajuste de las formas que parecen rozar el bajorrelieve. Ambos cuadros, desde distintas ópticas, parecen mostrar la cara oculta de la geometría, su condición de objeto. No es que le quite dignidad, simplemente nos recuerda que somos cuerpos.
Temas relacionados
También te puede interesar
Lo último
No hay comentarios