No sólo lo sagrado tiene mártires
Gente que busca su bandera | Critica
En su cuarto libro de poemas, Ortiz Poole ensancha con ambición whitmaniana un territorio lírico que partió de lo autobiográfico y se ha abierto en una dirección más plural y abarcadora
La ficha
Gente que busca su bandera. Braulio Ortiz Poole. Prólogo de Alejandro Simón Partal. Maclein y Parker. Sevilla, 2020. 96 páginas. 12 euros
El recorrido narrativo que proponen los libros de poemas de Braulio Ortiz Poole, en buena medida autobiográfico, de muy alta intensidad emocional e intención casi expresamente catártica, ha alcanzado con Gente que busca su bandera una elevada cota que permite hablar de nueva etapa, en línea con su obra anterior pero dando un paso más allá, fruto de ese desdoblamiento al que alude el poeta en el "Epílogo" que cierra el conjunto. En ese poema, breve cifra o resumen de todo un trayecto, Ortiz Poole evoca al muchacho que "tenía el corazón, / su joven corazón, / hecho de niebla", se convirtió luego en hombre y desde la edad adulta decide, ya no solitario, afinando el oído, buscar en los otros "la misma quemadura". En su hermoso prólogo, el también poeta Alejandro Simón Partal, después de recordar el impacto que le produjo la lectura por azar del primer libro del autor, habla de banderas que no señalan, sino abrigan, y con razón caracteriza este libro como "un tratado de amor al género humano", afirmación que podría sonar grandilocuente si no supiéramos que ese tratado –y ese amor, que es consuelo, entendimiento y resistencia– no se desarrolla con conceptos abstractos sino a partir de las existencias particulares en las que el poeta se mira como en un espejo.
Un afán de hermandad universal, sin prejuicios de ninguna clase, ha llevado a Ortiz Poole a celebrar la anomalía, el linaje de los excluidos, de los marcados por el estigma de la diferencia. No todos los poemas son homenajes, pero los que se insertan entre los que sí lo son, como el primero que da su título al libro, una enumeración definitoria que ensalza a "quienes desafían el orden" o "abren un camino diferente", dialogan con aquellos en una secuencia cargada de sentido. La elección de los personajes reales cuyos nombres figuran al frente de los poemas dedicados a su memoria, nombres recordados pero no en la mayoría de los casos demasiado célebres, es reveladora de los rumbos a los que apunta la profesión de disidencia. Esa "gente que busca su bandera" son por ejemplo Leonard Matlovich, veterano de Vietnam que fue expulsado de la milicia cuando hizo pública su homosexualidad. O Viktor Korchnói, el ajedrecista exiliado de la Unión Soviética. O Eddie Slovik, desertor –ejecutado por serlo– del ejército estadounidense: "Eres Ícaro, y debes / alejarte del sol y su amenaza". O James Baldwin, el escritor y activista afroamericano. O Lili Elbe, la artista transexual, "una flor crecida en el escándalo". O la gran Clara Campoamor, conciencia lúcida de nuestra hora más negra. "No sólo lo sagrado tiene mártires", dice Ortiz Poole en el poema –"Mujeres ante un caballo"– dedicado a Marilyn y a la sufragista Emily Wilding Davison, una insospechada pareja a la que une el común destino trágico y la idea de una osadía que prescinde de etiquetas.
La habitual riqueza de la imaginería y ese característico tono confesional que sigue apareciendo –el poeta se mete en la piel de sus personajes, por usar una frase hecha que define bien su propósito– aunque los versos remitan a otras vidas, tan lejanas y tan próximas, le dan al libro los rasgos que asociamos a su estilo, que hacia el final se vuelve más escueto y despojado, casi minimalista. El paso del yo al ellos no se aparta de la tan cernudiana segunda persona, frecuente en la poesía de Ortiz Poole, que abarca al poeta y a los personajes, a los lectores y a quienes no lo leerán nunca. Sobrecoge el impulso humanista, la genuina solidaridad con "los silenciados, quienes tuvieron miedo", el noble deseo de reivindicar a los disconformes de una forma menos airada que compasiva. Los poemas tienen un trasfondo asimismo político, pero la renuncia a cargar demasiado las tintas contra quienes en todo tiempo han promovido –es recurrente la imagen de la caza– la lapidación de los indeseables, para recrear lo que sintieron los perseguidos, refleja una mirada cordial, conciliadora. No está claro que podamos llamar hermano a quien nos considera enemigo, como se plantea en cierto momento, pero acaso importe más abrazar a quienes han padecido el odio, la brutalidad, la ignorancia. Por eso el libro, un libro de madurez o de consagración, por decirlo a la antigua, contiene no sólo emoción y buena poesía, sino también una profunda lección ética.
Un temblor de duda
Quienes venimos leyendo al poeta Ortiz Poole desde su primera entrega, aquella Defensa del pirómano (2007) que saludamos desde estas mismas páginas hace ahora –y nos parece mentira– casi trece largos años, hemos seguido su evolución hasta culminar, de momento, en este libro que es a nuestro juicio el más redondo y ambicioso de todos los suyos, un gran libro que sin romper con su personalísima poética –más bien la ahonda– abre el arco de un modo verdaderamente admirable. Vistos desde la perspectiva que aporta el tiempo, aquel brillante debut y los dos títulos que le siguieron, Hombre sin descendencia (2011) y Cuarentena (2015), conforman una especie de ciclo o trilogía que narra el itinerario de un yo poético en lucha con sus demonios, desde el dolor, el desarraigo y la rabia de partida hasta una posición de bien ganada serenidad en la que la voz de Ortiz Poole se ha vuelto no elegiaca, aunque algo ha contado de las inevitables crisis de la edad y de su entrada en el "país de la nostalgia", sino sobre todo celebratoria, pues su discurso se orienta ahora a la celebración del ahora y es acaso el ancho suelo del presente el que le permite trascenderse para cederles, con disponibilidad conmovedora, el protagonismo a los otros que son o somos también nosotros. Esa voz, ya lo apuntábamos entonces, nació muy hecha, de manera que la citada evolución no implica tanto perfeccionamiento o cambio de estética –tenía razón Luis Alberto de Cuenca cuando señalaba que hablamos de un poeta singular, reconocible– como lo dicho, ahondamiento, siendo así que el autor de los primeros poemas es en esencia el mismo que escribe estos últimos. En unos tiempos en los que tantos exhiben sus certezas como puños, cuánto se agradece ese "temblor de duda", asociado al Escéptico, que aparece en "Francisco Sánchez se anticipa a Descartes". "Sólo vive quien arde", leemos en "Una mujer que muestra su verdad", dedicado a la actriz Francis E. Farmer, y lo confirman todas las vidas ajenas que nos acompañan e interpelan desde los versos de Ortiz Poole, para recordarnos que ese ardimento –uno de los nombres con los que los italianos designan la audacia– es condición que no pueden eludir quienes tienen el valor de aspirar a ser libres con todas sus onerosas o benditas consecuencias.
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