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Saltos mortales | Crítica
Saltos mortales. Charlotte Van den Broeck. Traducción del neerlandés de Gonzalo Fernández Gómez. Acantilado. Barcelona, 2024. 336 págs. 22 euros
La poeta belga Charlotte Van den Broeck (Turnhout, Flandes, 1991) ha dedicado su primer libro en prosa al suicidio, pero a un tipo muy concreto, al que cometen los arquitectos atormentados por fallas en sus obras, por errores de cálculo y diseño que provocan verdaderas matanzas, o por plazos infinitos, materiales imposibles y rivalidades enconadas. Este interés parece ser específicamente belga, aunque el libro salga del pequeño y contradictorio país de nuestros amores para estudiar muchos otros casos, en Italia, Malta, Escocia o el Reino Unido… Mi amigo Miguel me contaba en la Grand-Place de Bruselas la leyenda del constructor que se había lanzado de la alta torre de su ayuntamiento, coronada no casualmente por la figura del arcángel protector de la ciudad, al comprobar la asimetría de la fachada. Está contrastada la falsedad de esta historia, porque las dos alas del edificio ni siquiera se levantaron al mismo tiempo, pero deja constancia de una preocupación local, o al menos a mí me hizo ilusión creerlo así y recordar el paseo con Miguel cuando recibí Saltos mortales, de la editorial Acantilado. La arquitectura belga –ahora hablaré del libro–, especialmente la de ciertos barrios de Bruselas como el europeo o, muy cerca, Madou, aunque católica, es víctima del frío hormigón como cualquier otra, pero incluso así se han elevado y reformado edificios misteriosos, como la torre Saint-Josse, cuyo control fantasmal del norte de la ciudad federal recuerda al que, al sur, ejerce el Palacio de Justicia. Nada en este ambiente hace pensar en el fin, pero sí tal vez en el gran tema del libro de Van den Broeck: la imposibilidad de la obra maestra, que es para ella como una especie de impulso hacia la muerte pasando, en su caso, por la escritura. Van de Broeck vive, y su libro no es ni lejanamente una defensa pueril del suicidio, sino una brillante reflexión sobre los límites entre la vida y la obra, cuando la obra se revela a los ojos del artista insuficiente. A quien lo ha sacrificado todo a una perfección que no se alcanza, la obra malograda puede llevarlo al más terrible desequilibrio.
Los que no conocemos mucho de la literatura belga en lengua neerlandesa agradecemos que Gonzalo Fernández Gómez haya traducido un libro como Saltos mortales, que ha sido además un éxito en su país. Ojalá lo sea también en el nuestro. Charlotte Van den Broeck es buenísima, hay que leerla. Léala aunque no le interese nada la arquitectura; léala aunque le den exactamente igual –como a mí, hasta que me habló de ello Miguel, pero esa es otra historia– los arquitectos que se suicidan. Disfrazado de ensayo, este libro deja ver las líneas maestras de la novela aún por escribir de los jóvenes profesionales nacidos entre los 80 y los 90, tras la que van también otros autores como Vincenzo Latronico en Las perfecciones (Anagrama, 2023). Siguiendo la trayectoria vital de sus arquitectos trágicos, viajando al escenario de sus frustraciones (la Roma de Francesco Borromini y la Malta de un no tan conocido Stefano Ittar son quizás los más extraordinarios), Van den Broeck comparte con el lector los demonios de una generación que no termina de sacrificar su adanismo, ni aun con trabajos apasionantes. Ella, persiguiendo suicidas, se libera en cierto modo de una economía que ha hecho de la experiencia intrascendente su plato fuerte, pagado a precio de culpa.
Van den Broeck es buenísima, hay que leerla. Léala aunque no le interese nada la arquitectura"
Desde una piscina peligrosamente expuesta a su propio sistema eléctrico y cuya base se hunde en las blandas tierras de Flandes hasta un museo de alucinadas y gigantescas esculturas articuladas en el Oeste americano, Saltos mortales retrata con maestría la tristeza de espacios vacíos, inhóspitos u olvidados que no encajan en su marco, aunque puedan pasar desapercibidos al visitante y al turista. Todos conocemos edificios que esconden una tragedia; algunos con tanta tenacidad que no la descubrimos hasta mucho tiempo después, por casualidad. Ese edificio que miramos raro sin saber por qué, y que encontramos en nuestros paseos diarios, ha podido ser el escenario o el motivo de una desgracia. La selección de la autora se limita a trece, los que más le habrán interesado, pero resulta estremecedor pensar que todos podríamos añadir alguno a la lista sin darle demasiadas vueltas y dejando entrar, por qué no, la leyenda –ella misma lo hace–. Emociona la sensibilidad con que Van den Broeck ha unido la historia de estos diseños trágicos y estas vidas desesperadas al relato de su propia experiencia como escritora y a su lucha diaria con la página en blanco. La investigación puede ser la sencilla excusa para ponerse a escribir, excusa que necesita desesperadamente porque es de esa raza de escritores que necesitan sentir el miedo a no escribir para escribir. Y aun así el lector no siente angustia, no siente melancolía; esta lectura es un triunfo, una venganza sobre el miedo y un homenaje, en forma de declaración de fe en la creación, a aquellos, mucho más valientes sin embargo, que sucumbieron en la lucha por domarla.
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