La tristeza perfecta
Génie la loca | Crítica
¿Cuántas obras maestras viven sueltas por ahí, sin bozal, anónimas, ajenas al tedio editorial de todas las temporadas? 'Génie la loca', podemos decirlo, es una de ellas
La ficha
'Génie la loca'. Inès Cagnati. Trad. Vanesa García Cazorla. Errata Naturae. Madrid, 2019. 190 páginas. 17 euros
Según la contraportada de la esmerada edición española de esta novelita, nos encontramos ante uno de los mayores hitos de la literatura francesa de la segunda mitad del siglo pasado, punto en el que parece plausible darle la razón. Ni el anonimato de su autora para el público de este lado de los Pirineos, ni la brevedad o la especificidad de su relato (la tragedia rural) disculpan que el libro haya pasado desapercibido hasta la fecha en el ámbito cultural del castellano y que no haya merecido una traducción previa: pues se trata, con toda propiedad, de literatura hecha y derecha, de altas miras, con calidad intrínseca para merecer las correspondientes tesis doctorales y servir de norte en cursos de escritura creativa. Circunstancias todas que nos hacen volver a asombrarnos, a reflexionar, a elevar la eterna pregunta: cuántas obras maestras viven sueltas por ahí sin bozal, sin que podemos echarles el lazo, anónimas tablas de náufrago que nos rescatarían del tedio editorial de todas las temporadas pero que nos resignamos a ahogarnos sin haber conocido, cuando no a sobrevivir malamente en las playas de la inevitable isla desierta.
Nos cuenta la solapa que Inès Cagnati, la autora, vivió del 1937 al 2007, y que su infancia transcurrió en el suroeste de Francia, entre las parras y los manzanares que nutren abundantemente su ficción. Génie la loca, por la que recibió el Premio Deux Magots, data de 1977; a continuación, la misma solapa se explaya en los predecibles fragmentos de prensa sembrados de epítetos: precisión implacable en el detalle, gran arte, texto hermoso y trágico, belleza escalofriante. Todo es cierto. Nos encontramos, como he mencionado antes, frente a una novela corta de una singular solidez, que sorprende saber resultado de una primeriza, con solo un título anterior a sus espaldas (Le jour de congé, de 1973). Es, creo que resulta patente, un artefacto que ha sido escrito y reescrito con mucho cuidado, con suma precisión en los detalles, y que delata un trabajo previo de agrimensura y paisajismo que aporta una auténtica sensación de relieve. Los símiles agrarios no son gratuitos: se trata de un relato que guarda una relación estrecha con la vida al aire libre, el campo en toda su extensión, las luces y las sombras (más las sombras) del orbe rural.
Puedo desgranar aquí el argumento, o parte de él, pero haciéndolo daré una pobre pista de las verdaderas excelencias de la novela. Una joven en primera persona, Marie, rememora su niñez y primera adolescencia en una zona indeterminada de Francia que queda entre Hyères y La Rochelle, en compañía de su madre, Génie la loca. Aunque sea ésta última y no Marie quien dé título a la crónica, es en realidad sólo a través de los sentimientos indirectos de la narradora (el miedo, la angustia, el amor, la nostalgia) como llegamos a conocer a este extraño personaje, hija de una familia bien del pueblo que sufrió el exilio a causa de un embarazo no deseado, y que arrastra desde entonces una existencia de paria entre cañadas, pastizales, linderos, entregada a la labor extenuante de un animal de carga. Entre descripciones de alta coloratura lírica de los paisajes de la región, con sus cambios de color y aroma según las estaciones, Marie confiesa su amor inveterado a esa individua antipática, casi ausente, que se limita a trabajar como una acémila y no le devuelve uno solo de sus abrazos. Tanto así que la pobre Marie tendrá que buscar consuelo en los animales del bosque, en el locuaz pato Benoît y en Rose, una pobre ternera ciega condenada a un final muy triste.
Porque, sí, todo es triste en esta novela. Las diversas historias paralelas que la autora traba con sádica minuciosidad, con maestría de torturador oriental, no tienen por objeto sino incrementar la sensación de derrota y desamparo del inocente lector: violaciones, abandonos, ruinas, muertes, mascotas muertas, niños muertos. Esto es un halago y no un reproche a Cagnati, como podría parecer a simple vista. En todo momento, ella ha tenido presente cuál era la meta de su relato, qué resorte buscaba hacer saltar en quien recorre sus párrafos; igual que el terror, el suspense o la excitación sexual (fines de otras literaturas no menos honorables), la tristeza es un sentimiento que hay que saber explotar con las herramientas estilísticas apropiadas, y ella se revela como una auténtica especialista al respecto. Es más: con un material que en otras manos sólo habría servido de excusa (que sirve diariamente de excusa) a folletines de sobremesa o dramas lacrimógenos para abuelas que hacen punto, Cagnati eleva un aparato de alta sofisticación literaria, con un especial acierto en la superposición de tiempos narrativos, en el uso del lenguaje formular, casi bíblico, y, sobre todo, en el empleo de la elipsis, esa vaca sagrada de los talleres de escritor a la que hay que rezar todos los días del año. El resultado es una novela contundente, de profundos cimientos, que conviene releer para apreciar despacio, de la que se pueden aprender valiosas lecciones de composición, pero que conviene abordar con las espaldas cubiertas. No en un domingo de lluvia o después de una noche de excesos, desde luego; un prodigio de tristeza perfecta, para quien guste de ese tipo de sabores.
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