Gena Rowlands, una actriz bajo la influencia

Obituario

Gena Rowlands en una imagen de 'Opening night' (1977, John Cassavetes)
Gena Rowlands en una imagen de 'Opening night' (1977, John Cassavetes)

Una de nuestras más provechosas y placenteras lecturas de verano ha sido La segunda mujer (Athenaica), donde la joven autora francesa Murielle Joudet analiza la trayectoria, la transformación y la esencia de un puñado de estrellas de cine femeninas (West, Davis, Ritter, Bardot, Streep, McDormand, Kidman o Huppert) en su tránsito de la juventud a la edad madura o el envejecimiento. Gena Rowlands no está entre las escogidas, pero no porque no sea tal vez la que mejor encarna esa idea sontaguiana de una segunda (o tercera) vida profesional que se adapta al cuerpo, el tiempo y el espíritu, sino porque a ella ya le dedicó íntegramente la autora otro ensayo maravilloso (Gena Rowlands: On aurait dû dormir) que también esperamos ver pronto traducido por aquí.

Porque Rowlands (1930-2024), fallecida esta madrugada a los 94 tras años de paulatino apagamiento, es una de esas actrices y mujeres de la historia del cine capaces de adaptar su grandeza interpretativa, de la que sin duda fue pionera en su modelo expuesto, físico, frágil y emocional junto a su marido John Cassavetes después de unos inicios como rostro hermoso (y moderno) en el Hollywood post-clásico de los sesenta (Los valientes andan solos, junto a Kirk Douglas), a sus distintas edades vitales y físicas, una mujer que supo madurar y envejecer con un esplendor y una solidez que la convirtieron en un mito y una referencia para cineastas que, como Woody Allen (Otra mujer), Paul Schrader (Rock Star), Lasse Hallström (Querido intruso), Terence Davies (La Biblia de Neón), Jim Jarmusch (Noche en la Tierra) o su propio hijo Nick (Volver a vivir, El diario de Noah), la quisieron a su lado para dar carne y verdad a los personajes posiblemente escritos o pensados para ella.

Pero es sin duda en su encuentro vital y profesional con John Cassavetes (1929-1989), a quien conoce en la American Academy of Dramatic Art, donde se fragua esa nueva mujer que iba a cuestionar los roles y estereotipos del cine norteamericano (y mundial) a partir de la puesta en crisis (literal) de una feminidad accesoria o meramente complementaria convertida con ella en energía motriz y desestabilizadora de los modelos de pareja y trasunto doloroso y casi experimental de la propia relación íntima con un cineasta que reinventaba el cine moderno a golpe de intuición, independencia y electricidad realista.

Tras aparecer brevemente en Shadows (1959) y Ángeles sin paraíso (1963), Faces (1968) marcaba el inicio de un proyecto esencial jalonado por títulos como Así habla el amor (1971), Una mujer bajo la influencia (1974), Noche de estreno (1977), Gloria (1980) y Corrientes de amor (1983) que reconfiguraban un desdoblamiento entre lo real y la ficción que puso al límite la experiencia interpretativa más allá de cualquier método en una suerte de exploración y expiación de los propios fantasmas de la pareja y las dinámicas de la pasión, la tensión, la destrucción y la catarsis.  

Junto al propio Cassavetes o al lado de Seymour Cassel, Peter Falk o Ben Gazzara, Rowlands absorbió y proyectó en esas cintas memorables una manera insólita y contemporánea de enfrentarse al mundo sin escudo de defensa, expuesta a la batalla y el sufrimiento, sin miedo a los primeros planos con el rostro desencajado, a las lágrimas, al rímel corrido o al teleobjetivo de la distancia justa sobre un cuerpo trémulo y enajenado casi hasta los límites de lo soportable. Pura emoción cinematográfica.    

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