TURANDOT | CRÍTICA
'Turandot' y el poder de la fábula
Gemma Cuervo. Actriz
Lorca, Buero Vallejo, Esquilo, Pirandello, Zorrilla, Calderón, Alfonso Paso, Shakespeare, Sartre, Camus, Valle-Inclán, Pinter, Jardiel Poncela, Noel Coward, Oscar Wilde. Si alguien repasa la impresionante trayectoria que desplegó sobre las tablas Gemma Cuervo (Barcelona, 1934) le costará encontrar un dramaturgo destacado –y la lista mencionada anteriormente no es más que una breve selección– cuyas palabras no haya revivido la actriz. Los Premios Max, que la Fundación SGAE entregará el 4 de octubre en Bilbao, reconocerán con el galardón honorífico su entrega absoluta al escenario, una disciplina que compartió con su marido Fernando Guillén y que transmitió a sus hijos Cayetana y Fernando. Los organizadores del premio valoran su condición de "figura pionera" y destacan asimismo "su labor como empresaria del teatro español y su compromiso con el repertorio teatral". En esta conversación, la veterana, que en las últimas décadas reforzó su popularidad gracias a sus colaboraciones en series como Médico de familia o Aquí no hay quien viva y La que se avecina, confirma que su vocación estuvo siempre ligada al teatro y que el "respeto" a los textos, a sus compañeros y al público fue la hoja de ruta que guio sus pasos.
–Ha contado alguna vez que de niña albergaba ambiciones muy dispares: se imaginaba como campeona olímpica, directora de orquesta... Ser actriz le permitía serlo todo.
–Sí, sí, totalmente. Un día pude ser doctora, otro pude ser paciente... Es muy gratificante ser actriz. Y este Max es como un ramo de flores que te dan, como un regalo que da sentido a ese camino. Yo nunca pensé que me lo otorgarían. Cuando me lo dijeron, no me desmayé porque soy fuerte, pero me hizo una ilusión grandísima.
–Habrá hecho memoria con una distinción así a la trayectoria. ¿Cómo recuerda sus comienzos junto a Adolfo Marsillach y José Tamayo?
–Primero estuve en el TEU [Teatro Español Universitario] y allí hice muchísimas obras. Ahora recuerdo, por ejemplo, El castigo sin venganza, de Lope de Vega. Y después me contrató Marsillach, y luego Tamayo me cogió para su compañía. Fue muy enriquecedora la experiencia, con ellos se trabajaba y se aprendía, las dos cosas. Te enseñaban muchas nociones de este oficio mientras interpretabas cada espectáculo. Tamayo no paraba, pero todo lo que hacía era de primer nivel.
–En la compañía que montó con su marido, Fernando Guillén, llevó a escena obras de Edward Albee o de Jean-Paul Sartre, autores hoy incontestables que en la España de la época eran, no obstante, apuestas comerciales arriesgadas.
–Sí, muy arriesgadas, no respondían a la moda, y no sólo eso, es que iban en contra de cómo se pensaba en la España de ese momento, ofrecían una visión muy distinta del mundo, podías meterte en un lío. Puede que Albee fuera más suave, pero Sartre y Camus, al que también interpretamos, eran más duros, más fuertes, en todo caso maravillosos. Yo me siento muy orgullosa de haberlos reivindicado: estaban arrinconados entonces, resultaban incómodos, pero decían verdades como puños. Fue muy conmovedor cuando mi hija Cayetaba recuperó, hace unos años, la estrenó cuando su padre ya había muerto, El malentendido de Camus.
–Usted ha protagonizado piezas de grandes como Arthur Miller o Harold Pinter, pero de su carerra destaca con especial cariño una obra no tan conocida, Los hijos de Kennedy, de Robert Patrick.
–Sí, ese espectáculo me marcó, fue un trabajo muy especial. Interpretaba a un personaje roto, una actriz que tenía como ilusión de vida el ser como Marilyn Monroe. Esa mujer aspiraba a ser una estrella, pero era una pobre desgraciada que esperaba un golpe de suerte sentada en un bar, tomando un café. Era una historia muy bonita, muy americana, que me permitió explorar, ¿cómo puedo decirlo?
–¿Su vulnerabilidad?
–¡Exacto, sí! Porque a mí me encargaban siempre personajes fuertes. Y, ¿sabe una cosa? Yo no soy así en la vida real, yo tengo un alma muy delicada. Funcionaba en los dramas de las grandes obras, pero yo en realidad era otra mujer. Pero, bueno, eso es uno de los misterios, también de las grandezas, de esta profesión.
–Su compromiso con la escena era tal que ocho días después de su primer parto estaba ensayando otra obra...
–He tenido tres hijos, y después de sus nacimientos, de los partos, paré lo fundamental para no enfermar. Yo seguía, también gracias a los cuidados y al cariño de mis compañeros y del director.
–El cine no contó mucho con usted, pero pudo protagonizar una obra maestra como El mundo sigue, de Fernando Fernán-Gómez.
–¡Gracias a Dios que salió la oportunidad de esa película, y que pude hacerla! Porque el cine no se interesó lo suficiente por mí, eso es verdad. Pero, a estas alturas de la vida, sin vanidad y con dolor, le digo que ellos se lo perdieron. No sé qué ocurrió exactamente con el estreno de El mundo sigue, pero se celebró en unos cines de Bilbao, se hizo todo sin ninguna repercusión, y con los años resultó que era una de esas joyas pioneras que en su tiempo estuvieron malditas y España ha descubierto ahora. Cuando se repuso, no hace mucho, se llenaban las salas, despertó mucho interés. A mí me gustaba ir a las proyecciones y me daba mucha alegría conectar con ese trabajo. Era un peliculón.
–Usted ha sido muy discreta en su imagen pública, con su vida privada. Ahora parece que los actores que empiezan tienen que exhibirse en las redes, venderse casi como un producto. ¿Qué opina de eso?
–Yo no creo que sea bueno. Mire, yo nunca me he metido en las redes, realmente no las conozco, igual son un sitio de libertad, pero desde la distancia y cierta ignorancia quiero pensar que esto de exhibirse en internet, de mostrar tu vida, es una moda pasajera, sí, algo que pasará. Creo que un actor está mejor rodeado de misterio... Pero, ya le digo, soy mayor para juzgar ese mundo.
–¿Cuál cree que es la principal lección que aprendieron sus hijos, Cayetana y Fernando, los que eligieron la misma profesión, de sus padres?
–Aprendieron muchísimas cosas porque lo vivieron todo de cerca, pero, si tuviese que decir algo, señalaría el respeto como la mayor lección. El respeto a los actores, al equipo, a todo lo que rodea el teatro, el arte en general. Ellos tienen un corazón puro, y eso lo captaron pronto. Este es un trabajo muy duro, echas muchas horas, pero cuando te enfrentas a un texto de un autor maravilloso, ah, toda la espera y todos los sinsabores, que también fueron muchos, valen la pena.
–Se despidió de las tablas dando vida a la Celestina, uno de los personajes emblemáticos de las letras españolas. ¿Hay algún clásico que lamente no haber podido abordar?
–No, yo le cojo tanto cariño a lo que hago que no echo de menos aquello que no pude hacer. No me lamento, en ese sentido. He tenido la suerte de haber encadenado grandes proyectos, sería ingrato que yo me pusiera con el anhelo de ay, si hubiese hecho tal personaje, qué maravilla... A mí me han ofrecido unos textos estupendos, y yo he intentado hacerlos lo mejor posible. Ése sería un buen resumen de mi carrera.
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