Los difíciles caminos de la pintura
Salón-Teatro. La cabeza antes que el ojo | Crítica
Desde planteamientos formales y preocupaciones temáticas muy distintas, ocho mujeres muestran su osada concepción artística en una colectiva en la galería Birimbao de Sevilla
La ficha
'Salón-Teatro. La cabeza antes que el ojo'. Galería Birimbao (calle Alcázares, 5), Sevilla. Hasta el 26 de febrero
Hacia 1940, Barnett Newman se preguntaba qué pintar. No qué merecía llevarse al lienzo sino radicalmente, cuál podía ser, en ese tiempo, la poética de la pintura. Los autores, en Estados Unidos, se dividían entonces entre quienes recogían escenas tópicas urbanas o rurales del país, quienes denunciaban la pobreza derivada de la Gran Depresión y quienes practicaban una abstracción, siempre al borde de lo decorativo. El neoexpresionismo abstracto marcó una nueva senda pero pronto la erosionó la proliferación de imágenes producidas sin cesar por el cine, la publicidad, el cómic o la revista gráfica.
Esto da idea del atrevimiento que es hoy pintar: a aquella invasión de imágenes, mediado el siglo XX, en la actualidad se añaden las de la red informática, las redes sociales y las series televisivas. Pintar es ya, pues, un atrevimiento y esta exposición, en la galería Birimbao, reúne a ocho mujeres dispuestas a tal osadía, al riesgo de la pintura. Hay en la muestra otro interés: no hay denominador común. Más bien reúne variados índices de caminos posibles.
La pieza de Ángeles Agrela (Úbeda, 1966), Miriam y Lucía enfadadas, técnicamente impecables, encierran algo que podría llamarse poética de lo cotidiano: son, con una mezcla de ironía y ternura, flashes del pequeño (y doloroso) mundo de las adolescentes que Agrela ofrece más a la fantasía que a la mirada.
Diferente es la obra de Marta Beltrán (Granada, 1977). Con una pintura y un dibujo deliberadamente duros (despierta la memoria de Paula Rego) traza dos series de imágenes. La más interesante, a mi juicio, Mannequin Project: un ácido recorrido sobre cómo y hasta qué punto la sociedad impone a las mujeres pautas para vestir, presentarse y comportarse según estereotipos que tal vez hasta las propias mujeres interiorizan y hacen suyos. La obra de Beltrán tiene aire de meditación personal. Quizá por eso conmueva.
La pintura de paisaje, menospreciada en sus inicios, alcanzó especial aceptación en la cultura romántica y en los inicios de la moderna. Hoy todo se complica: el paisaje, signo e imagen de la naturaleza, lo tenemos cada día en la sala de estar, en la televisión, mediatizado además por la mirada del operador, la cámara y el montaje informático. Quizá por eso María Carbonell (Murcia, 1980) sobrepone al óleo de sus paisajes la huella del spray, aun fluorescente, para marcar nuestra extraña relación con la naturaleza: alejada de la vida urbana y embravecida por el cambio climático, intentan acercarla otras iniciativas, como el senderismo y el turismo rural. Carbonell, con un trazo de spray, hace patente esa paradoja.
Natalia Domínguez (Jerez, 1990) elige la célebre galería de Peggy Guggenheim en Nueva York, Art of This Century, para titular cuadros que reproducen portadas de libros de arte. Elección no exenta de sorna. Cualquier autor, pintor, fotógrafo o videoartista, mantiene una tensa relación con el libro de arte. Lo saben necesario pero a la vez peligroso. Los artistas son hijos de la tradición, pero hijos rebeldes. No porque la critiquen o contradigan, sino porque saben que su mundo, el que quieren construir, sólo de ellos depende. Domínguez sintetiza a su modo esta relación de amor/odio, aprendizaje y reserva.
Almudena Fernández Ortega (Sevilla, 1984) tampoco evita la ironía. Con figuras (de notable fuerza ilustradora) sugiere que, como ya insistía Umberto Eco, la imagen puede emplearse también para engañar. Puede ser, como sugiere en uno de sus cuadros, un señuelo.
Las grisallas de Mercedes Garrido (Sevilla, 1987) trabajan imágenes cinematográficas. Es llamativa su austeridad de recursos y la renuncia a la fácil seducción de la mirada. Entre sus obras destacan las centradas en la luz. Una propiedad de sus piezas es la fuerza del recuerdo: si consiguen el preciso filo expresivo, como en Eres libre, son un catalizador de la memoria.
Sofía González (Sevilla, 1994) se ejercita en ciertas azulejerías del siglo XVIII. Por ello multiplica matices de color: gamas de azules y blancos, bien cuidadas, subrayan los límites entre el ornamento (que conserva la huella del ceremonial que lo originó) y la decoración, casi siempre gratuita. A reseñar la pieza colgada en la oficina de la galería que une al azulejo la fotografía, estableciendo, sobre aluminio (soporte de la obra) un fértil encuentro de imágenes heterogéneas.
Finalmente, Cristina Lama (Sevilla, 1977) recompensa al espectador con un estallido de color situado al fondo de la sala. Terraza es un festival de ocres, amarillos y anaranjados que apenas logra contener el plano horizontal donde reposa un tazón rojo y un discreto ramo verde. Con parecida audacia, Nocturno (también en la oficina de la galería) une con sabiduría dos símbolos contradictorios, la oscuridad y el espejo. La exposición merece la visita y, tal vez más aún, el debate.
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