Marco Socías | Crítica
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Gala de los 31 Premios del Cine Europeo
Sevilla acoge este próximo sábado la 31ª edición de la entrega de los Premios de la Academia del Cine Europeo (European Film Awards), evento anual que intenta impulsar y actualizar desde la oficialidad institucional del mercado común, la excepción cultural y con destino a un público adulto y transnacional que aún cree en los estigmas y espejismos del arte y ensayo o en los valores diferenciales e intelectuales del viejo continente, aquella exitosa política de los autores nacida en la segunda mitad del siglo XX y construida esencialmente desde el ámbito de la crítica y la cinefilia.
Le corresponde hoy a las respectivas y burocratizadas academias nacionales del cine de cada país presentar sus candidatas a un premio que, en el mejor de los casos, servirá para dar un empujón promocional en taquilla a las películas ganadoras o acrecentar el prestigio internacional de los directores de la nueva primera división autorial, fraguado por lo general en connivencia con las dinámicas estandarizadas de producción y co-producción (con un claro peso y dominio de los países con mayor tejido industrial: Francia, Gran Bretaña, Alemania, Italia o Dinamarca), los grandes festivales (Berlín, Cannes, Venecia y San Sebastián) y los sectores más conservadores y perezosos de la crítica.
Desde su primera edición en 1988, los Premios del Cine Europeo han consolidado un particular panteón de nombres ilustres que incluye a Kieslowski, Angelopoulos, Amelio, Loach, Mikhalkov, Von Trier, Almodóvar, Benigni, Jeunet, Cattaneo (¡!), Akin, Becker, Haneke, Henckel Von Donnersmark, Mungiu, Garrone, Polanski, Sorrentino, Pawlikowski, Ade u Östlund, autores a los que podríamos fácilmente encontrar un sustituto en cada caso sin que se resintiera gravemente la deriva, la calidad o la diversidad de tendencias de una producción continental que parece haber disuelto las identidades nacionales en esa indefinida marca de prestigio artístico de lo europeo que apenas funciona como contrapeso a la idea de entretenimiento, espectáculo y comercio que simplifica igualmente a todo el cine norteamericano, a cuya imagen y semejanza se organizan estos premios.
Situados por tanto en una determinada coyuntura de bloque igualmente volcada a lo mercantil aunque camuflada de valores más nobles, estéticos o elevados, los Premios del Cine Europeo se mueven cada año entre la consolidación del modelo y sus nombres ya previamente sancionados (aquí están el polaco Pawel Pawlikowski, reincidente tras Ida en su nostálgica marca del Este en blanco y negro, formato cuadrado y obvia denuncia del comunismo con Cold War; y el italiano Matteo Garrone, descendiendo una vez más a los límites casi pornográficos del neorrealismo marginal con Dogman), y una discreta aunque necesaria renovación generacional, este año representada por la italiana Alice Rohrwacher y su extraordinaria Lazzaro feliz, un alegato político disfrazado de fábula luminosa protagonizado por un beatífico Adriano Tardiolo, y por el debutante belga Lukas Dhont, quien en Girl Girlha sabido acercarse al conflicto de identidad de género desde la intimidad y con un tacto exquisito alejado de todo sensacionalismo. Se suma también al quinteto finalista por el premio al mejor filme otra ópera prima, la sueca Border, del hasta ahora guionista Ali Abbasi, que podría hacer pensar en la apertura hacia modelos cercanos al cine de género a través de su fábula macabra que humaniza a los legendarios trolls y animaliza a los humanos (sic) en un apartado rincón de los bosques suecos. Podía haber sido peor, pero también mucho mejor.
Y el sábado, cuando vean la gala por televisión (TVE) y tal vez celebren con cierto orgullo este gran-cine-europeo y la capacidad organizativa y promocional de nuestra ciudad, recuerden por un momento que ni Oliveira, ni Kaurismäki, ni Costa, ni Monteiro, ni Erice, ni Guerin, ni Herzog, ni Farocki, ni Petzold, ni Grisebach, ni Akerman, ni Lehman, ni Sokurov, ni Iosselliani, ni Svankmajer, ni Bilge Ceylan, ni Olmi, ni Bellocchio, ni Moretti, ni Gianikian-Ricci-Lucchi, ni Leigh, ni Davies, ni Andersson, ni los Dardenne, ni Resnais, ni Garrell, ni Denis, ni Carax, ni Green, ni Assayas, ni Bonello, ni Lanzmann, ni Straub-Huillet, ni Godard, por citar tan sólo a unos cuantos autores incuestionables, han ganado nunca un Premio de la EFA. Ni falta que les hace.
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