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Los nietos de Ícaro

Nuestro futuro está en el aire | Crítica

Seguido de una antología donde se reúnen muestras de la presencia de los aviones hasta 1936, el estudio de Rafael Alarcón Sierra documenta su reflejo en la prosa española del periodo

Rafael Alarcón Sierra (Zaragoza, 1968) es profesor de literatura española en la Universidad de Jaén.

La ficha

Nuestro futuro está en el aire. Varios Autores. Estudio y edición de Rafael Alarcón Sierra. Renacimiento. Sevilla, 2020. 400 páginas. 22 euros

Más de cien años después de que los primeros ingenios motorizados dieran paso a las aeronaves capaces de transportar pasajeros en trayectos internacionales, volar se ha vuelto una práctica tan rutinaria que apenas recordamos el impacto que supuso la conquista del aire, narrada con aliento épico por los cronistas que transmitieron –en la prensa, en la literatura, en el novísimo arte del cinematógrafo– los sucesivos logros de los pioneros. Fue un proceso muy rápido que en apenas dos décadas, desde el vuelo inaugural de Wright hasta los inicios de la aviación comercial, simbolizó como pocos la radical novedad del siglo XX, nacido entre loas al progreso que muy pronto revelaría su reverso oscuro. A consignar el reflejo que los aviones tuvieron en la obra de los narradores contemporáneos ha dedicado Rafael Alarcón Sierra, estudioso del modernismo y excelente conocedor de la Edad de Plata, un estupendo libro que toma su título de la leyenda, ciertamente ambigua, introducida por Picasso en tres lienzos de 1912, Notre avenir est dans l'air, palabras que recogen muy adecuadamente el espíritu con el que se viviría la edad de oro de la aviación, coincidente con el periodo de entreguerras.

Como ya hizo en Vértice de llama, donde rastreaba la presencia de El Greco en la literatura hispánica, Alarcón Sierra reúne en Nuestro futuro está en el aire un documentado estudio y una amplia antología temática, ceñida en este caso al ámbito de la prosa aunque el autor anuncia una segunda entrega dedicada específicamente a la poesía. Muchos versos de los ultraístas, por ejemplo, tan devotos de las hélices y los aeroplanos, aluden a los aviadores como exponentes o campeones de la nueva generación, pero también los narradores y los periodistas dejaron constancia de una fascinación que recorrió todas las artes. Durante las tres primeras décadas del siglo, antes de que primero la guerra española y después la mundial revelaran en todo su formidable alcance el poder destructor de unas máquinas cada vez más sofisticadas, volar era "la máxima aventura, la máxima libertad, la máxima experiencia que podía vivir el hombre". Hacía falta valor para pilotar aquellos precarios aparatos y también los pasajeros de los primeros vuelos, impresionados por las vistas, hablaban de una experiencia única. Las gestas de los aeronautas eran seguidas por un público numeroso que en su mayor parte no conocería de primera mano lo que era viajar en avión hasta la consolidación de las grandes líneas comerciales, con la que de algún modo se cerraba la época heroica.

María Bernaldo de Quirós fue la primera mujer que obtuvo el título de aviadora en España.

El texto que precede a la selección rebasa el marco estrictamente introductorio y vale por una completa monografía que comenta y amplía las referencias incluidas a continuación, con ejemplos de otras literaturas y alusiones a la pintura, la fotografía o el cine. Empieza Alarcón Sierra su recorrido evocando algunos "vuelos imaginarios", vinculados a la religión, la mitología o el mundo de los sueños, antes de abordar la prehistoria de la aeronáutica en la que los globos aerostáticos tuvieron el protagonismo desde finales del siglo XVIII. Los dirigibles, los planeadores y los primeros vuelos a motor convivían a comienzos de XX, pero el apogeo de la aviación tuvo lugar a finales de la Gran Guerra, coincidiendo con la eclosión de las vanguardias en cuyo imaginario desempeñaron un papel parecido al de los automóviles, como verdaderos emblemas de la modernidad: una era trepidante, dominada por la técnica, en la que la vieja retórica debía ser sustituida por lo que Marinetti llamó la "belleza de la velocidad".

El apogeo de la aviación tuvo lugar a finales de la Gran Guerra, coincidiendo con la eclosión de las vanguardias

Publicada en 1911, la novela Los nietos de Ícaro de Francisco Camba fue la primera que reflejó entre nosotros las vivencias de los viajeros del aire, acompañada en la antología –que ofrece pasajes de ambas– por Talín (1918) de Concha Espina, de quien se sabe que hizo un vuelo sobre Santander en 1916. Antes, Alarcón Sierra abre con una sección donde recoge artículos, crónicas y reportajes sobre la "importancia de la aviación", debidos a Jacinto Miquelarena, Corpus Barga, Enrique Jardiel Poncela y César González Ruano. Al hilo de la hazaña de Blériot, que atravesó el Canal de la Mancha en 1909, el primero elogia el espíritu deportivo y aventurero de los primeros aviadores, y en otro artículo glosa en términos irónicos la peripecia de un polizón aéreo que se coló en un monoplano que cubría la ruta Nueva York-París a finales de los años veinte. Corpus Barga celebra la "audacia del vuelo" a partir de la temprana exhibición –febrero de 1910– de un piloto francés en el aeródromo de Barcelona. De Jardiel se transcribe una conferencia radiofónica de 1928, impagable como suya, donde habla con humor de la "travesía atlántica del conde Zeppelin", primer vuelo intercontinental del famoso dirigible, aprovechando para recordar otras proezas como las de Lindbergh o Ramón Franco. Un año después Ruano relata la euforia por el rescate de los tripulantes españoles de un hidroavión naufragado, encontrado por un buque providencial de la Armada inglesa.

Anuncio donde se informa de 'La vuelta a Europa en avión' (1928) de Manuel Chaves Nogales
Los aeronautas supieron que en efecto, como decía Chaves, "las cosas son de otro modo desde arriba"

Cuatro autores se reparten el protagonismo de un "intermedio bélico" dedicado a la presencia de los aviones en la Gran Guerra, en la que estos libraron combates singulares, con los pilotos elevados a la categoría de modernos caballeros, o se emplearon en tareas de reconocimiento, pero también en primitivos conatos de bombardeo: el gran cronista Gaziel, un Valle-Inclán seducido por la "visión estelar" que ofrecía el vuelo nocturno, Ricardo León –uno de los pocos corresponsales españoles abiertamente germanófilos– y Azorín, testigo del impacto psicológico que causaron las bombas sobre París. Otro apartado, "Las vanguardias y más allá", explora el previsible reflejo de los velívolos, como los llamó Francisco Camba, en la literatura de autores vinculados a la estética de los ismos como Gómez de la Serna, el dibujante Ramón Acín, Juan Chabás, Antonio Espina y Felipe Ximénez de Sandoval, a los que Alarcón Sierra suma una curiosa sátira política de José María Pemán, ambientada durante la República. La antología se cierra con una sección dedicada a consignar las vicisitudes del vuelo en escritores como los mencionados Corpus Barga, Ruano y Miquelarena, que reaparecen junto a Julio Camba, Luis de Oteyza, Manuel Chaves Nogales, Ernesto Giménez Caballero y Ramón J. Sender para aportar una visión sustentada en la experiencia. Ellos, mejor que quienes se limitaron a imaginarlo, supieron que en efecto, como decía Chaves, "las cosas son de otro modo desde arriba".

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