La frustración de Hitler
Los orígenes de un monstruo
La pintura y el arte fueron el gran sueño del dictador en su juventud, tras una infancia de maltratos.
Su rechazo en Bellas Artes fue clave para la Historia
En 1907, Adolf Hitler cuenta con 18 años y pisa por primera vez Viena atraído por las posibilidades que ofrecía una gran ciudad en desarrollo, al igual que lo fueran al mismo tiempo Londres, Berlín o París: todas ellas competían por ser la capital de Europa. Lo hace con la intención de buscarse la vida como artista y en ella permanecerá desde 1907 hasta 1913, durante unos años de su juventud tan ignorados como curiosos. Desgraciadamente, la Gran Guerra se cernía en el horizonte y el 1 de agosto de 1914 se encargó de poner fin a los sueños de millones de personas. El del propio Hitler, de dedicarse al arte de forma profesional, fue uno de tantos y tantos rotos.
Nada hizo presagiar que un buscavidas llamado Adolf Hitler iniciaría una carrera militar y se convertiría años después del Gran Estallido en el fundador del Partido Nazi, en el führer totalitario del Tercer Reich. Junto a personajes como Hermann Göring (jefe de la fuerza aérea nazi), Heinrich Himmler (miembro notorio del partido), Joseph Goebbels (ministro de propaganda e imagen) y Reinhard Heydrich (oficial nazi y unos de los arquitectos del holocausto) llegaría a asesinar a 17 millones de personas y a imponer su forma de gobierno alemán expansionista con tal extremo que muchos prefirieron apretar el gatillo contra ellos mismos (como nuestro protagonista y su querida Eva Braun) o contra sus propios hijos (como Magda Goebbels, esposa de Joseph Goebbels), a aceptar una derrota y asimilar que su idea de gobierno era, y siempre será, insostenible.
Para comprender mejor a este personaje es de vital importancia conocer mejor el periodo histórico que le tocó vivir. Para ello es necesario retroceder hasta las últimas décadas del siglo XIX y principios del XX, hasta una época de grandes avances tecnológicos, de un enorme cambio industrial y económico que propició un cierto Estado de bienestar nunca visto y de un vertiginoso ascenso demográfico consecuencia de éste.
Es el tiempo en el que el obrero toma conciencia de su poder y nace el proletariado como fuerza de cambio social. Años en los que el objetivo era progresar y progresar; un tiempo en el que la lucha de clases se hace patente y en el que ciertos agitadores de tabernas [el Hitler que todos conocemos empezó arengando a obreros descontentos en bares y terminó convenciendo de su causa a millones de personas en sus famosos mítines] conseguirán gran fama como salvadores de los explotados por el capitalismo. En general, un tiempo de falsa estabilidad en el que los diferentes países del Viejo Continente compiten por ser la primera potencia europea y en el que el progreso, la avaricia, la ambición y la codicia dieron paso a revueltas que serían el augurio del negro y bélico siglo.
El arte también participó de toda esta revolución. En el ocaso del XIX se desarrolló un nuevo arte como consecuencia de todos estos cambios, poniendo de manifiesto, una vez más, que el arte de cada época es la expresión y resultado de un momento histórico. A esta nueva forma de arte se le llamó impresionismo y sus autores más célebres fueron Cézanne, Pissarro, Monet, Renoir, Degas, Munch o Liebermann.
Este estilo presenta una gran dicotomía con la forma artística del siglo XVIII y principios del XIX: representa la normalmente incomprendida modernidad. Busca plasmar un momento a través del color, de la luz, no del dibujo; son pinceladas sueltas, suaves y manchas de colores cuyo caos primerizo se vuelve armonía en nuestra retina. Representan estaciones de ferrocarril, parques, paisajes, naturalezas, sociedad... de una forma extraordinaria que preludia las vanguardias y rompe con cualquier sombra de clasicismo.
En este momento histórico/artístico aproximado es en el que encuadramos a Adolf Hitler. Nace en una pequeña ciudad austriaca (una de esas típicas, pintorescas y preciosas ciudades de edificios con fachadas de colores y tejados de pizarra negra muy puntiagudos y cuya herencia histórica parece vislumbrar un rico pasado medieval), llamada Braunau am in, en 1889, en el seno de una familia de clase media.
Su padre, Alois Hitler, era funcionario de aduanas, por lo que no faltó un plato de comida en su mesa. Desgraciadamente su personalidad hizo que Adolf Hitler se criara en un entorno familiar hostil, en el que el cariño brillaba por su ausencia y los azotes eran más que frecuentes.
Las siguientes terribles palabras fueron pronunciadas por el propio Hitler a su secretaria personal, ya siendo adulto: "...Entonces tomé la decisión de no llorar nunca más cuando mi padre me azotaba. Unos pocos días después tuve la oportunidad de poner a prueba mi voluntad. Mi madre, asustada, se escondió en frente de la puerta. En cuanto a mí, conté silenciosamente los golpes del palo que azotaba mi trasero".
Irremediablemente, estas despreciables actitudes paternas fueron definiendo la sanguinaria y despiadada personalidad del futuro dictador. Tanto es así que puede decirse, sin lugar a dudas, que el terror del Tercer Reich se gestó en el disfuncional hogar del propio Adolf Hitler.
La mala relación se agravó a medida que se iba haciendo un muchacho de futuro incierto. No era un buen estudiante (aunque sí le gustaba la historia de Alemania y sus grandes protagonistas). Es más, en Mein Kampf (libro autobiográfico escrito en 1925, después de su paso por el ejército y después de iniciar su carrera política y militar), Hitler concluyó que su bajo desempeño en la educación fue una rebelión contra su padre, que quería que su hijo siguiera una carrera como agente de aduanas. Éste murió cuando Adolf tenía 15 años (su madre, tres años después), momento en el que empezaría a buscar su propio camino a través de lo que más le gustaba hacer: pintar.
Su permisiva madre no le puso impedimento alguno y empezó a frecuentar galerías de arte y óperas (de aquí nace su enfermiza pasión por Richard Wagner), a consumir cultura y a frecuentar, ciertos ambientes del mundo del arte con el objetivo de poco a poco ir encajando en un lugar y momento determinado. (Luego, la historia se encargó de hacerle ver que ese no era su lugar ni su momento y que su vida sería terriblemente diferente).
En este trascurso se traslada a Viena en 1907 con la ayuda económica de su viuda madre y con la intención de ingresar en la Academia de Bellas Artes, para así poder seguir aprendiendo y prosperando en lo que era su sueño de dedicarse al mundo de la pintura.
Puede decirse que el ambiente cultural de París (con su famoso nido de artistas por excelencia, Montmartre), así como el de la austriaca Viena de principios de siglo eran muy similares: había una modernidad que estaba reaccionando al clasicismo en todos los aspectos. Pero Adolf parece que no encajaba en el ambiente clásico: fue rechazado dos veces en la Academia, en 1907 y en 1908.
Éste revés le ocasiona un malestar que intenta sobrellevar buscando un culpable y haciendo responsable de su fracaso a la clase media burguesa alemana de la época, aquella en la que, irónicamente, intentaba ingresar. Necesitaba un canal para sacar esa rabia y resentimiento, y desgraciadamente fue la política.
Poco a poco su situación personal y económica se va agravando bastante hasta el punto de llegar a dormir en la calle y solicitar plaza en los albergues para vagabundos de la ciudad. Llegó a escribir lo siguiente en su libro autobiográfico, Mein kampf: "Viena me evoca tristes pensamientos. Cinco años de miseria y de calamidad encierra esa ciudad para mí, cinco largos años en cuyo transcurso trabajé primero como peón y luego como pequeño pintor para ganarme el miserable sustento diario, tan verdaderamente miserable que nunca alcanzaba a mitigar el hambre; el hambre, mi más fiel camarada que casi nunca me abandonaba, compartiendo conmigo, inexorable, todas las circunstancias de la vida".
El arte del siglo XIX empieza a presentar diferencias muy importantes entre las reglas clásicas de pintura de siglos anteriores y la belleza. Ésta deja de ser objetiva y el arte se convierte poco a poco en medio de expresión). La calidad como pintor de Adolf Hitler requiere de un análisis serio y neutral cara al ámbito cultural de la Viena de principios de siglo, lo que no resulta nada fácil, dadas las circunstancias del momento artístico que le tocó vivir, cambiante, revolucionario, a la vez que extraordinario y rico.
Algunos no consideraban arte esas nuevas pinturas y para otros representaban la modernidad en estado puro. Respecto a la calidad pictórica del joven Hitler, si nos ceñimos a rancios cánones, dejaba mucho que desear: ni original ni creativo y la Academia le consideró "inapto para su ingreso".
Hay trazos imprecisos, una ausencia de personas y una paleta de color fría, pero, por otra parte, si observamos detenidamente, su empleo de la luz y el color es magnífico, sobresaliente, que hace sentir al espectador el ambiente y el clima de las vistas que plasma en su lienzo. Además de destacar su habilidad para representar los pequeños detalles y perspectivas de edificios (por esto último se le aconsejó en la Academia de Bellas Artes que buscara su lugar como arquitecto pero al no tener los estudios básicos ni pudo hacerlo, lo que supuso otro golpe más).
Su forma de pintar es una ventana a su ser más interior: vemos a una persona calculadora, cuadriculada y sensible pero también a una persona fría que muestra en la ausencia de detalles en las personas una falta total de interés por éstas, probablemente creada por el ambiente familiar en el que se desarrolló su infancia.
El autoritarismo y soberbia de su padre se ven reflejados en la grandilocuencia de algunos edificios que pinta. Le gustaba la imagen de la ciudad idílica en todos los aspectos y en su busca del perfecto Tercer Reich alemán pone todo su empeño en conseguirlo, aunque llegó a ser, irónicamente, a costa de la vida de su pueblo.
Somos el reflejo de la educación que recibimos en nuestro hogar, de lo que vemos y experimentamos en esos infantiles y cruciales años, y Hitler no iba a ser la excepción. Su pintura expresa bien (que no de forma excepcional o extraordinaria) todo esto: su pomposa visión ideal de ciudad, su menosprecio por la individualidad de las personas, su triste infancia y su dura adolescencia.
En 1914 estalla la I Guerra Mundial y Adolf cae en las redes del ejército atraído por la oratoria reclutadora de éste. Su carrera artística se frena pero no desaparece; nunca deja de pintar, e incluso se lleva al frente su caballete y lienzo (a lo largo de su vida llegó a pintar más de 700 obras). Pertenecer al ejército le daba la posibilidad de un arriesgado plato de comida pero también de ser alguien que luchaba por la soberbia de Alemania y de sentirse realizado defendiendo su patria.
Con el pasar de los años se convirtió en el monstruo impiedoso que todos conocemos pero habría que reflexionar sobre algunas cuestiones: ¿Qué hubiera sido del Viejo Mundo si le hubieran aceptado en la Academia? ¿Qué habría sido de la historia si se hubiese sentido acogido en el mundo del arte? ¿Y si su padre hubiese conseguido hacer de Adolf un funcionario? ¿Y si se hubiera criado en un ambiente familiar acogedor?...
Nunca lo sabremos. Hay una frase que resume su frustración, dicha por el propio Hitler al embajador británico Nevile Henderson: "Yo soy artista y no político. Una vez que se resuelva la cuestión polaca, quiero terminar mi vida como artista".
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