Un fresco grandioso
Atalanta publica una nueva versión íntegra de la magna obra del británico Edward Gibbon, auténtica joya de la historiografía neoclásica y monumento de la prosa en lengua inglesa.
Decadencia y caída del Imperio Romano (2 Vól.). Edward Gibbon. Trad. y prólogo de José Sánchez de León. Atalanta. Gerona, 2012. 1.600 + 3.182 páginas. 57 + 58 euros.
Pocas veces se ha datado con tanta exactitud el momento germinal en que un propósito tan vasto se abrió paso en la mente de su artífice, que sólo después de haber viajado por Italia y conocer Roma sobre el terreno concibió esta obra fascinante, "el quince de octubre de 1764, a la caída de la tarde, mientras estaba sentado meditando en la iglesia de los frailes franciscanos al mismo tiempo que ellos cantaban vísperas en el Templo de Júpiter, sobre las ruinas del Capitolio". Lo cuenta el propio Gibbon en sus Memorias de mi vida (Alba, 2003), publicadas póstumamente en 1795, donde añade que su plan original "se limitaba a la decadencia de la Ciudad más que a la del Imperio" y que tuvieron que pasar bastantes años -de hecho más de una década- para que esa intuición primera se transformara en el formidable panorama de las postrimerías que todavía hoy, más de dos siglos después, ilumina el largo final de la Antigüedad de un modo singularmente vívido y hasta cierto punto insuperable.
Publicados entre 1776 y 1788, los seis volúmenes que conforman Decadencia y caída del Imperio Romano han sido conocidos entre nosotros en la meritoria pero añeja traducción de José Mor Fuentes (1842), reeditada por Turner (1984) y parcialmente por Orbis (1987), o bien en la versión abreviada de Dero A. Saunders, traducida por Carmen Francí Ventosa para Alba (2003) y centrada sólo en los capítulos referidos al Imperio de Occidente. Presentada de modo impecable por Atalanta, esta nueva traducción de José Sánchez de León Menduiña sigue la edición inglesa de la Biblioteca Everyman (1993-1994), procedente de la versión de J. B. Bury (1896-1900), aunque el traductor ha seleccionado sólo algunas de las enjundiosas notas en las que el propio Gibbon -que escribió cerca de ocho mil- o sus comentaristas glosaban o matizaban no pocos pasajes de la obra. Se trata por lo tanto de una versión íntegra y actualizada del magnum opus de Gibbon, que ofrece en excelente castellano una de las obras maestras de la historiografía en cualquier lengua, incluida la latina.
"En el siglo II de la era cristiana, el Imperio de Roma abarcaba la parte más bella de la tierra y la más civilizada del género humano". Ya el célebre comienzo nos avisa de las intenciones del autor, que no se limita al áspero recuento o la retahíla cansina. "Ejemplo raro de erudición en un siglo frívolo", como concedía Menéndez Pelayo, pero no por ello menos contaminado, como Hume, por la "impiedad francesa", el deísta Gibbon participó de los anhelos ilustrados, trató a los enciclopedistas -con algunos de los cuales, demasiado extremosos para su gusto, no congenió en absoluto- y evocó la Antigüedad con conocimiento de causa, pero también con el deseo de proyectar en ella los ideales (y los prejuicios) de su siglo. Por eso el culto de Gibbon, aunque poco significativo en España, no ha conocido decadencia. Borges, que lo reverenciaba, definía el Decline and Fall como "una populosa novela, cuyos protagonistas son las generaciones humanas", poniendo de relieve no sólo su carácter narrativo -consustancial al arte de la Historia, como supieron los antiguos- sino esa cualidad profética que ha señalado Harold Bloom, en el sentido de que el asunto de la obra nos enraiza, nos concierne y nos prefigura, al margen de la nación o el imperio -pasado, presente o venidero- de que se trate.
El memorable fresco de Gibbon comienza con Trajano y los Antoninos y llega -aunque se detiene menos en la parte dedicada a la milenaria historia del Imperio de Oriente- hasta la caída de Constantinopla en poder de los turcos, quince siglos que aparecen desigualmente tratados pues, al margen de las extensiones respectivas y como bien dice Sánchez de León, el historiador erró al interpretar el devenir de Bizancio en los términos de una mera prolongación declinante. Por otra parte, si el presunto carácter ofensivo de los famosos capítulos dedicados al ascenso del cristianismo -esas "palabras de desdén, sequedad y mofa" a las que se refería don Marcelino- ha quedado en anécdota, aunque el debate de fondo permanece abierto, la propuesta literaria de Gibbon se ha agigantado hasta convertir al autor en uno de los padres de la prosa en lengua inglesa. El estilo fresco, esmerado, discursivo, latinizante del historiador no sólo destaca por su brillantez y elegancia, sino que marca en efecto un hito que trasciende la historiografía y del que importa no tanto la ingente erudición, apegada a las fuentes pero lógicamente superada, como el colorido y la plasticidad, la fuerza, la belleza y la ironía de una escritura que es, al margen de "lo grandioso y trágico de la materia", una fiesta permanente.
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