Francisco Ibáñez: Réquiem por la cultura popular
Obituario
El creador de Sacarino fue dueño de un lenguaje común, que podía compartir cualquiera, arraigado a su vez en la mejor tradición de la comedia española: un árbol del que tal vez hayamos perdido la última rama
Muere el dibujante e historietista Francisco Ibáñez
El torrente de condolencias vertido en redes sociales apenas unos minutos después de que se anunciara la muerte de Francisco Ibáñez permitía comprobar una evidencia de alcance: quienes recordaban lo felices que fueron en su infancia con Mortadelo y Filemón, o afirmaban conservar aún las aventuras de la pareja entre sus lecturas habituales, así como quienes expresaban su agradecimiento por haber encontrado también en Pepe y Gotera y Otilio o el botones Sacarino la mejor puerta de entrada a los libros, eran muy distintos en su origen, edad, género y condición. Y es que, seguramente, lo mejor que podemos decir de Ibáñez es que su obra es del gusto de gentes muy diversas, tal vez porque resulta muy difícil no distinguir en su mundo, ácido, caótico veloz, ese ángulo, o al menos un matiz del mismo, desde el que cada cual ha construido el suyo propio. No lo han tenido fácil, pero Mortadelo y Filemón han sobrevivido al furor cancelador que periódicamente asoma la patita en España, desde la censura franquista a la disciplina woke; y si lo han hecho es porque quien ha estado en disposición de pisarles el cuello ha encontrado en ellos, aunque sea de refilón, un detalle que les apelaba de manera directa. Cualquiera ha podido entender que esas viñetas alocadas hablaban de sí. Y esto es, en los términos más fieles, la mejor definición de la cultura popular. Un vínculo universal, pulverizador de prejuicios, que, maldita sea, de manera más que probable muere con Francisco Ibáñez en España.
Que este lenguaje pegadizo cristalizara en el tebeo era casi una cuestión necesaria en el país de los quioscos, del semanario, del clavo ardiendo al que se aferraba el más pintado para distraer el aburrimiento, aunque fuese por un rato. Ahí estuvieron también otros genios de la cultura popular como Vázquez, Nadal, Raf y Escobar. Pero nadie como Ibáñez supo armar su propio lenguaje a partir de la mejor tradición de la comedia española, la burlona y pícara, la más barroca. En los disfraces de Mortadelo está el retruécano que ha hecho reír a este país desde los corrales de Lope, la parodia eterna de Jardiel Poncela, la verborrea de Gila, el espejo honesto en el que hemos podido tener la medida más precisa de nuestros éxitos geoestratégicos y deportivos. Un festín al que cualquiera estaba invitado. Era de esperar que en otras latitudes el cómic sirviera de plataforma a los héroes, trágicos o artísticos; aquí, el mejor tebeo debía ser el que nos permitiera reírnos de nosotros mismos, y nadie lo ha hecho posible con la verdad de Ibáñez. Sin él, la cultura española pierde su gracia y se hace menos espontánea, más sierva: queda al fin a sus anchas el tingladillo para beatos, iniciados, pejigueras y ultrasensibles dispuestos a ofenderse a la primera de cambio. No hay más remedio que apuntarse al club, sacarse el carnet y poner carita de afectados para que demostremos lo mucho que nos interesa la cultura. Pero siempre podremos volver a El sulfato atómico y a Contra el Gang del Chicharrón para reírnos un rato y pasarlo a lo grande con su catálogo de porrazos y brutalidades. Que de eso se trata, pardiez.
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