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Cómo escribir relatos policíacos. G. K. Chesterton. Trad. Miguel Temprano. Acantilado. Barcelona, 2011. 256 páginas.
Se recogen aquí, feliz y oportunamente agavillados, los artículos y ensayos que Gilbert Keith Chesterton dedicó al género policíaco, y en consecuencia, a los diversos modos en que el crimen ha tomado forma literaria. El propio Chesterton, como el lector recordará, cultivó admirablemente dicho género, creando excelentes personajes como el Padre Brown, el paradójico mister Pound y aquel Horne Fisher, melancólico solitario, que resolvía los crímenes muy a su pesar en El hombre que sabía demasiado. Quiere decirse que Chesterton, al polemizar sobre este asunto, era parte interesada en el problema; sin embargo, en Cómo escribir relatos policíacos, lo que se elucida no es tanto su ejecutoria personal, de la que apenas habla, como la pertinencia de ciertas técnicas narrativas y, en suma, los rasgos y singularidades del roman policier y la moderna deriva del género negro.
Una de las razones por las que Chesterton ha sido postergado literariamente, negándole su preeminencia en las letras europeas, quizá sea ésta de su predilección por la literatura policial y los pequeños entretenimientos lógicos. A pesar de la defensa del género que hicieron Malraux, Gide o Cernuda, lo cierto es que el escritor de relatos criminales rara vez fue considerado un escritor serio, y sí un galeote a sueldo de revistas y periódicos populares. Recordemos que el propio Conan Doyle mató prematuramente a Sherlock Holmes para dedicarse a una literatura más noble; y fue la masiva exigencia del público quien le hizo recapitular, salvando para el arte -para la vida- a uno de los grandes personajes de todos los tiempos. En el caso particular de Chesterton, se añaden dos singularidades que tal vez completen el extraño fenómeno de su olvido, siendo como es uno de los mayores y más eminentes hijos de la Inglaterra victoriana. Me refiero a su catolicismo en tierra anglicana, y al más sorprendente de todos sus méritos: la ancha y maliciosa alegría, el espléndido optimismo con que gobernó cada una de sus páginas. Así, a su minusvalorada condición de escritor policial, se unía la extravagancia de su conversión católica y una suerte de benevolencia universal, de cordialidad franciscana (el humor puntiagudo, brillante, paradójico, que distinguió a Chesterton), que iba contra el radical pesimismo de su siglo.
Sea como fuere, los textos incluidos en Cómo escribir relatos policíacos van destinados, no a definir un canon del relato policial, sino a desvelar sus errores más flagrantes. El primero de ellos es el deplorable y pernicioso hábito de las pistas falsas, que permiten al escritor abultar las páginas de su novela, sin que se avance en absoluto en la resolución del crimen. El segundo, hoy muy extendido, es el de introducir una organización criminal (léase templarios, iluminatti, masones, etcétera), que convierte la intimidad del crimen, su carácter doméstico y cercano, en un asunto administrativo, inverosímil y aburrido. Quienes hayan tenido la paciencia de leer las obras de Dan Brown comprenderán perfectamente a qué se refería Chesterton hace ya 80 años. Un tercer y cuarto puntos señalarían la errónea apreciación de ciertos escritores policiales que pretenden confundir al lector, bien presentándole al protagonista como sospechoso inicial, bien abrumándolo con datos y pistas falsas cuyo único fin es, en efecto, confundirlo. Para Chesterton, no obstante, la naturaleza del roman policier descansa en dos principios elementales: la sencillez y la verdad. No se trata de complicar la trama con sofisticadas organizaciones de ambiciones apocalípticas; y tampoco de ocultar al lector ciertos datos necesarios para el esclarecimiento del delito. Se trataría de exponer hechos e informaciones de tal forma que el lector, aun conociéndolos, no lo sospeche; y aún sospechándolo, no adivine correctamente su significado. De ahí la consideración de arte mayúsculo que Chesterton reclama, y con razón, para este delicado oficio literario, hijo exclusivo de Poe y su memorable Chevalier Dupin. De ahí, igualmente, la farragosa parodia de Dan Brown y su absoluta falta de talento. Así lo resume este grande y olvidado genio en sus imprescindibles Consejos a los asesinos literarios: "Alguien, aunque sea sólo el mayordomo (y desaconsejo hacer que ellos sean los criminales), ha decidido, ya empujado por su corazón o por el odio, a solas con su Dios, aceptar la marca de Caín. Si la marca se reduplica con un sello de goma, igual que si fuese una marca comercial, es el fin de la literatura".
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