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El flamenco de matriz

Rocío Molina cautiva en la Bienal de Holanda con su 'Caída del cielo'

Sara Arguijo

30 de enero 2017 - 02:41

ámsterdam/Rocío Molina deja exhausta, rota, descompuesta, pletórica, aturdida, destrozada, llena. Practicando una suerte de flamenco uterino que libera a conciencia ese furor muchas veces negado a las mujeres, sitúa el epicentro de su baile en la matriz para confiar desde ahí en el mundo. "¿De dónde sacas la fuerza?", recuerda la bailaora que le preguntó a una presa de una cárcel de París en una visita; "de aquí", respondió la reclusa señalándose los ovarios.

Caída del cielo, el espectáculo que acaba de presentar en la Bienal de Holanda, en Ámsterdam, tras su estreno en París, es una indagación en el cuerpo de mujer y su "asquerosa belleza" y, al mismo tiempo, una reflexión sobre las absurdas moralinas en torno al sexo y al arte contemporáneo. Como trayendo al flamenco lo que advertía el crítico Rafael Agredano en su Tintalux y moralidad: "A la pintura le falta cabaret, le sobra espíritu conventual, moralidad, trascendencia y muchas éticas mal entendidas cuando no falsas".

Más allá de lo conceptual, este espectáculo es una explosiva exhibición de baile. Una propuesta repleta de matices, con momentos magistrales que señalan a la malagueña como la mejor bailaora de su generación, cargada de ritmo, con un acompañamiento musical exquisito, equilibrada, rebosante de buenas ideas, coherente y, sobre todo, capaz de conectar con el público sin necesidad de leer el programa de mano.

A Molina la vimos salir al escenario y aguantar largos minutos en un absoluto silencio que incomodó más al público -toses nerviosas...- que a ella misma. Revolcarse como una sanguijuela por el suelo con bata de cola blanca. Desnudarse para vestirse de jinete y clavar los remates de rodillas. Colocarse un arnés y recrear un cómico número donde una bolsa de patatas chips sustituía a sus genitales. Agarrar un palo y convertirse en bruja piruja por tangos. Pintar el suelo de sangre derramada en una escena aérea que contemplamos en un pantalla que recogía la imagen en un plano cenital. Y hasta la vimos recordar a Los Chichos en unas rumbas electrónicas que desataron la euforia de un público que ya no sabía si levantarse de las butacas, chillar o comerse a la artista a besos.

Pero es que además inventó movimientos a cada segundo, sin repetirse y sin parecerse a nadie. Y, al contrario que en otras etapas donde se percibía oscuridad, tensión o incomodidad en su baile, ahora se proyecta relajada, segura, divertida, disfrutando. No mentimos si decimos que a la salida del teatro ya había ganas de volver a ver Caída del cielo. Pasa como con el tríptico de El Bosco en el que dice haberse inspirado, que es tan completo que sorprende siempre con un nuevo detalle.

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