En el filo de la risa
De libros
Alfaguara recupera un conjunto de relatos en los que Bernhard muestra su perfil más esquinadamente cómico.
Thomas Bernhard. Traducción y prólogo de Miguel Sáenz. Alfaguara, Madrid, 2013. 21 euros
El imitador de voces fue el libro que a finales de los años 70 del pasado siglo confirmó a la crítica más apesadumbrada que con Bernhard uno se podía divertir muchísimo, aunque la risa propuesta se alzase desgarradora y viniera excitada, la mayoría de las veces, por el mal ajeno (un nuevo capítulo de la Schadenfreude en definitiva). Desde entonces, los 104 microrrelatos que conforman el libro han sido vendidos, en palabras de Harald Hartung, como un "Bernhard para principiantes", o, en las de la propia Suhrhkamp, como la perfecta iniciación para "los que odian a Thomas Bernhard". Pues si no todos los lectores y comentadores habían sabido reír, como el austriaco siempre sugirió (de proyecto "cómico-filosófico" calificaba su escritura), ante obras mayores como Helada, Trastorno o La calera donde la balanza entre la tragedia y la comedia aparecía inclinada hacia el primer platillo, ahora, despojado y concentrado el estilo, rebajada la pretensión de trascendencia y seriedad, no podrían esquivar el humor en las destilaciones predilectas de Bernhard: entre lo alto de la fina sátira y lo bajo de la broma de brocha gorda y dudoso gusto. Así, estas brevísimas escenas, que probablemente componen uno de los libros de la literatura contemporánea con más muertes en un menor número de páginas, aparecen como ese esqueleto mínimo ficcional (crónicas periodísticas y judiciales, anécdotas extrañas y sincopadas, retratos reales o inventados) que sirvió de base para el arte bernhardiano -que no es otro que el de la hipérbole y la paráfrasis, figuras retóricas hermanadas aquí en una alianza rítmica y musical-, una especie de núcleo duro que se lee con la sonrisa dibujada, quizás camino de la mueca, y que, como han sabido ver sus mejores exégetas entre nosotros (el propio Sáenz, Azúa o Marías), explicaría el éxito de la obra del austriaco en España, su curioso diálogo con el legado buñueliano, con la ironía retorcida y el gesto cruel e inexplicado: la historia del augsburgués que terminó en el manicomio por insistir en su tesis de que en el lecho de muerte Goethe no dijo "mehr Licht!" (¡más luz!), sino "mehr nicht!" (¡más no!) o la de aquel tipógrafo tirolés de casi dos metros que por miedo mató a un colegial de Imst con una "piqueta de albañil", serían dos ejemplos, entre muchos, que corroborarían el trazo.
Para completar y profundizar en el perfil humorístico de Bernhard, el volumen reeditado ahora por Alfaguara compara la prosa impactante de El imitador de voces con tres ejemplos de la dramaturgia del autor, género -el teatral- en el que, si bien con la coartada culturalista que lo emparentaría con Büchner, Kleist o, sobre todo, Beckett, no les solía costar tanto ni a la audiencia ni a los especialistas atender a su vertiente cómica y desesperada. El ignorante y el demente, La partida de caza y, en especial, la extraordinaria La fuerza de la costumbre no hacen sino ahondar en la idea barroca del mundo como escenario y poner en una perspectiva más divertida y oscura algunos de los temas que siempre habían placido al austriaco, como la enfermedad, el fracaso, lo inevitable y revelador de la desaparición o la insoportable vanidad de los artistas (en especial los actores, gremio que tanta admiración y odio despertó en Bernhard, quien paradójicamente había estudiado interpretación y dirección teatral en el Mozarteum de Salzburgo). Pero la puesta en relación de los microrrelatos con la libérrima manera en que Bernhard escribía sus obras (sin puntuación ni aclaraciones expresivas, más cerca del verso libre que de la retórica teatral en lo fue un indisimulado regalo a un grupo concreto de actores que a la larga se ha extendido a toda la profesión) nos puede ayudar a establecer el estatuto formal de la risa bernhardiana, algo sin duda más interesante y objetivo que la enumeración de enfoques, temas o asuntos más o menos cómicos según la sensibilidad de cada cual. Nos referimos a todo lo que siempre hubo en Bernhard, y en éste particularmente, de transgresora experimentación lingüística. Es lo que podríamos denominar el estrangulamiento humorístico de un idioma, su obsesivo forzamiento y musicalización a partir de variaciones y repeticiones que iluminan sus umbrales de grandeza y ridiculez en una operación cercana a la autopsia. En un momento de La fuerza de la costumbre, afirma El Malabarista: "El idioma alemán / lo aplasta a uno con el tiempo / El idioma alemán / aplasta la cabeza".
La misión de Bernhard, así lo creemos, tuvo que ver, en sus momentos de mayor calidad, con una inyección de ligereza a su idioma, con la ejecución de una especie de tartamudeo, como Deleuze y Guattari observaron en el uso del alemán de Kafka, otro cómico si bien algo más solapado. Quizás de eso también se trató en Bernhard, y puede que ahí radique su verdadera y más honda gracia, en sus atentados musicales al idioma, en la inefable extranjería con la que sometió a la lengua materna.
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