El filo crítico de la figura y la palabra
Exposición en el Cicus
'El clamor de las moscas', de Chema Cobo, supone una buena ocasión para recordar aquella Nueva Figuración Madrileña en la que participaron tantos artistas andaluces
Sevilla/¿Qué pintar? ¿Qué merece la pena llevar al lienzo? Estas preguntas se las hicieron Barnett Newman o Vassily Kandinsky. Son típicas de momentos en los que las ideas y formas artísticas vigentes parecen quedarse cortas o son desbordadas por las exigencias del presente. Por ese trance también pasaron los autores de la Nueva Figuración Madrileña. La carga trágica del informalismo empezaba a ser gratuita en un país que ya probaba las delicias del consumo (por escaso que fuera), la denuncia social carecía del horizonte cerrado de los años duros de la dictadura, y la abstracción, aunque en sintonía con lo que se hacía más allá de nuestras fronteras, parecía insuficiente, cuando el país empezaba a sacudirse viejas tutelas.
Aquellos jóvenes artistas buscaban. Manuel Quejido experimentó con la naciente informática, aunque cuando le preguntaban si eso era arte él respondía que no, que arte era lo que había en el Museo del Prado. El propio Quejido comenzó después a pintar sobre grandes cartulinas. Buscaba en la acción. Carlos Alcolea lo hacía con un dibujo donde el gesto y el automatismo eran más importantes que la corrección formal.
Este afán de búsqueda también late en los dibujos de Chema Cobo (Tarifa, 1952), fechados entre 1977 y 1979. Con ellos se abre la exposición El clamor de las moscas, en el Cicus. Ocho de esos trabajos los ha adquirido la Universidad de Sevilla. Con buen criterio, porque testimonian el arranque de una época y de la biografía artística de un pintor.
Casi todos los autores de la Nueva Figuración eran autodidactas. Cursaban estudios universitarios (Cobo, filosofía; Pérez Villalta, arquitectura; Alcolea, derecho) que poco a poco abandonaron para dedicarse a la pintura. Una pintura en la que era decisiva la sensualidad del color. A través de él, exploraron la tradición artística pero uniéndola a la cultura del momento: el cine, el rock, la psicodelia. Trataban además la tradición con una voluntad ecléctica rayana en el descaro: abandonaban caminos trillados pero retenían fragmentos que les interesaban y los trataban con una libertad que muchos tacharon de irrespetuosa.
Es fácil detectar en los dibujos iniciales de Chema Cobo algunas de esas características aunque con dos notas muy personales: la referencia a Picasso y el valor concedido al texto. Valor que a mi juicio echa raíces en un venerable suelo de la cultura española, el conceptismo. Porque más que oponer el texto a la figura, como hizo Magritte, o situarlo como juego lingüístico (al estilo de Duchamp), Chema Cobo hace que texto e imagen cabalguen juntos y formen dos aforismos (verbal y figural) que marchan en paralelo.
En estos primeros dibujos aparecen además preocupaciones que van a tener futuro. Una de ellas, la pregunta por el trabajo del arte: la gratuidad del hallazgo artístico, el riesgo que encierra la obra, el temor, siempre acuciante, a estar cuzando la frontera de la seducción. De ahí que el pintor sea un fabricante ¿de ficciones o de fingimientos?, un hipnotizador o un impulsor del carnaval, aunque ¿cultiva así la mala fe o potencia la fantasía?
En todo caso, el pintor no sólo vive en esas sombras: también tiene la virtud del hallazgo (Ojo despierto), la capacidad de fabricar el azar o la doble condición que encierra la ambigüedad del término truffatore; atrevido saltador (de trampolín) o submarinista, explorador de aguas profundas. Hay algo que reiteran casi todas esas piezas: la metáfora del espacio pictórico. Puede ser un rectángulo vacío que fija (¿o inmoviliza?) la figura, una masa de agua en la que hay que zambullirse, unas figuras colocadas en un espacio distinto al del estudio o un cuadro del que, como en Velázquez, sólo vemos el dorso mientras el pintor ¿lo enseña a alguien o es él quien se desdobla como espectador?
Estos temas, ya lo he dicho, se reiteran: así, en Mascarada (1982), El arte maquilla nuestras mentes (1992) o los frecuentes juegos de espejos (2015). Pero aparecen –más que temas– otras preguntas: por qué el poder económico condena al desamparo a un continente (Mapping Nobodaddy's Land), mientras el político cae en la trampa de la visibilidad o supone la credulidad de los representados (Cuando dicen pueblo, quieren decir creyentes). Pero la pregunta más potente es la que cuestiona la identidad: Sueños públicos, pesadillas privadas (1990) es sobradamente expresivo. Ahí aparece el joker que es irónico por ser descreído y es descreído porque, al ser comodín, carece de identidad fija y puede revestir todas sin atarse a ninguna. Cobo mantiene así su filo crítico. La madurez del dibujo no le ha quitado el vigor cáustico. Sus imágenes no son figurativos sino figurales, porque eluden los significados al uso, y mientras sus palabras anteponen a la precisión la capacidad de punzar la fantasía.
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