Fausto Velázquez, un renacentista en la ciudad del Barroco

Obituario

En la muerte del pintor, escenógrafo, profesor, músico y galerista.

Fausto Velázquez, fotografiado por su alumno Juan Carlos Vázquez.
Fausto Velázquez, fotografiado por su alumno Juan Carlos Vázquez. / Juan Carlos Vázquez

Va a ser la primera Semana Santa sin Fausto Velázquez (La Algaba, 1950-Sevilla, 2025). Tres cuartos de siglo de vida apasionada y apasionante de este artista del milenio nada milenarista. En dos semanas, por la calle Francos pasarán todas esas cofradías que tiene contadas Fernando Gabardón. A una de sus bocacalles, San Isidoro, llegó Fausto en 1983 desde su antiguo estudio de Pasaje de Amores, el mismo que al nombrárselo a Gil de Biedma cuando el poeta catalán vino para un homenaje a la generación del 27 le respondió que le sonaba a un poema de Cernuda.

Fausto era el artista total. Un renacentista en la ciudad del Barroco: pintor, pero también músico, director de teatro, escenógrafo, actor, galerista. Fue profesor de Dibujo en sucesivos institutos de Castuera (Badajoz), Jerez y Coria del Río, donde tuvo entre sus alumnos a la modelo y Miss España María José Suárez, el torero Morante de la Puebla y el fotógrafo Juan Carlos Vázquez que tantas veces lo inmortalizó para este periódico.

Llega a Sevilla en 1975, el mismo año que muere Franco. Benjamín de cuatro varones, antes que él nacen Paco, Manuel y José, después su inseparable Pepita; al morir el dictador su padre le sugiere que se vaya a Portugal, no vaya a ser que alguien quiera buscarle en La Algaba, el pueblo que le prestó su gentilicio a un torero que fue uno de los más directos colaboradores de Queipo de Llano.

En lugar de Portugal, se vino a Sevilla. Con un importante bagaje. Como director del Teatro Algabeño, acogieron en su pueblo un festival en 1973, el año del atentado contra Carrero Blanco, en el que además de los anfitriones participaron el Teatro Lebrijano, La Cuadra de Salvador Távora y el teatro Tábano de Madrid. Con la obra Canto del trigo y la cizaña, con dirección, cartel y música del propio Fausto Velázquez, vinieron desde el teatro local de la Torre de los Guzmanes al teatro Lope de Vega, donde vendieron todo el papel. Fue como si el Algabeño, el equipo local del que ha sido cronista Benito Castellanos, hubiera ganado la Liga de Campeones.

Le gustaba recordar que el Ayuntamiento franquista de su pueblo lo nombró hijo distinguido, el alcalde comunista rotuló una calle con su nombre y la Casa de la Cultura se llama Fausto Velázquez por iniciativa del alcalde socialista. El régimen anterior le censuró más de un cartel. Fue antifranquista jugándose el tipo, no como los de ahora, que más que jugárselo lo mantienen con pilates e ideología.

Su estudio de San Isidoro nació siendo una cooperativa con otros socios, la mayoría arquitectos. Después la convirtió en una galería que inauguró con una exposición de su amigo Joaquín Saénz. Si entrabas en su casa, siempre andaba en afanes: alguno de sus retratos, género en el que era todo un especialista, retocando una pintura basada en los zapatos de un torero, un paisaje, la serie de Frida Kahlo, uno de los personajes que le marcó. A la artista mexicana le dedicó una muestra itinerante que iba a viajar por medio mundo y paralizó la pandemia.

Era local y global. Ciudadano del mundo y vecino de su barrio. Hombre de costumbres, siempre compraba el periódico en el Salvador y desayunaba para leerlo en el bar Europa, junto a las Siete Revueltas. Y se daba una vuelta para saludar a sus amigos, entre los que estaba Miguel Caiceo, pintor, actor y coleccionista. En el barrio había dos casas de Velázquez, la de Diego Velázquez que fue taller de sus amigos Victorio & Lucchino; y la de Fausto en la calle San Isidoro. Fue asiduo de la librería Antonio Machado cuando despachaba Carmen Reina y los fines de semana Alfonso Guerra.

Empezó a pintar con cuatro años, la edad con la que retrató a mi hijo Paco con un balón en la mano. Un guiño a su patria futbolera: La Algaba de Cabrera Bazán, que jugó en el Betis y el Sevilla y fue senador socialista; o la de Diego Tristán, único sevillano que ha ganado el Pichichi. En noviembre de 2023 hizo su última exposición, De lo vivido a lo pintado. Amigo de Joaquín Sáenz, de Carmen Laffón y Félix de Cárdenas, me regaló este titular: “Sevilla ha perdido colorido, la Expo la uniformó”. Juan Lacomba decía de Fausto Velázquez que era uno de los pocos pintores que era cronista de su época. Tenía una tristeza que contagiaba alegría. Lector compulsivo, no le dolían prendas decir que Antonio Machado le aburría y que levitaba con santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz, que por los místicos llegó a la novela negra. Su casa siempre estaba abierta, con la música clásica sonando entre las estatuas. Nació en el pueblo donde Curro Romero se cortó la coleta.

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