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Emmanuel Carrère es un escritor que tiene lectores. Muchos lectores. De hecho, es uno de los escasísimos escritores contemporáneos que tiene lectores en las Facultades de Periodismo o de Filología -eso sí que tiene mérito-, de modo que es un escritor envidiado y respetado, y al mismo tiempo despreciado por la fama que ha obtenido. Hay un tipo de escritor prestigioso -Elfriede Jelinek, Olga Tokarczuk, Peter Handke- que suele ser admirado de forma incondicional porque no tiene apenas lectores. Y cuando alguien habla de esos escritores, siempre suele hacerlo desde una especie de veneración ilimitada que roza la idolatría. En cambio, hablar mal de Carrère -acusándolo de frívolo o egocéntrico o superficial- se ha convertido en una costumbre más de nuestro mundillo literario. "Carrère no es para tanto", dicen esos críticos. Y en cierta forma no les falta razón.
Pero hay que reconocer una cosa: Carrère ha demostrado un gran talento a la hora de convertir los hechos y los personajes reales -eso que se suele considerar la sustancia de la realidad- en la materia narrativa de sus obras, algunas buenas, otras regulares y otras simplemente mediocres o incluso malas. Es cierto que Carrère no ha escrito nunca una obra maestra -aunque casi lo logró en El adversario, Limónov o Una novela rusa-, pero no es menos cierto que reconstruir los hechos objetivos de una vida supuestamente normal, o retratar a unos personajes que han existido o que incluso se mueven entre nosotros, y crear con esos materiales perecederos un artefacto narrativo casi perfecto exige una gran pericia narrativa y una notable imaginación. Y Carrère posee esas dos cualidades. De hecho, después de leer a Carrère sabemos que no hay ninguna vida que pueda calificarse de normal. Si una vida, cualquier vida, se observa con la suficiente curiosidad, si escarbamos a fondo en esa vida, si le dedicamos horas y horas de paciente investigación, no hay vida humana que pueda considerarse normal. Empezando por nuestra propia vida, por supuesto.
En 1993, Emmanuel Carrère era un reportero y un escritor de ficción más o menos fracasado cuando leyó la historia de Jean-Claude Romand, el supuesto médico y directivo de la OMS que había matado a su mujer, a sus dos hijos y a sus padres -y también al perro de la familia- porque temía que su familia descubriera el fraude monumental sobre el que había edificado su vida: Romand no era médico, tampoco era directivo de la OMS, ni era rico ni trabajaba en la sede de la OMS, sino que se dedicaba a embaucar a sus familiares y amigos con supuestas inversiones en bolsa que no eran más que estafas piramidales (y se pasaba la vida completamente solo, con el coche aparcado en las áreas de servicio de las autopistas, mientras fingía estar trabajando en Ginebra).
Carrère cubrió el juicio de Romand -que fue condenado a cadena perpetua- y entabló una extraña relación epistolar con el asesino. El resultado fue un libro extraordinario, El adversario, en el que Carrère supo convertir al embaucador y mentiroso Romand -un hombre insignificante que se había pasado toda su vida engañando a los demás- en el símbolo involuntario de esta época nuestra obsesionada de forma enfermiza por el éxito y el estatus social. En una entrevista, Carrère se definía como un retratista. "Si hubiera sido pintor, creo que habría sido retratista. Y en cierto modo eso es lo que hago en mis libros". Al escribir El adversario, Carrère supo ser el Francis Bacon de nuestra época. No es poco mérito.
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