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Murillo en el Museo de Bellas Artes de Sevilla
La fama internacional de Murillo es uno de los hilos que nos permite recorrer la antológica que el Bellas Artes de Sevilla le dedica en el IV Centenario de su nacimiento. El pintor llegó a ser en vida el más célebre de su ciudad natal y desde aquí, paulatinamente, su prestigio alcanzó a todo el mundo. Los principales clientes de Murillo fueron instituciones religiosas locales, destacando la Catedral de Sevilla, las órdenes franciscanas y capuchinas y, a través de su amistad con mecenas como Miguel de Mañara y Justino de Neve, los hospitales de la Caridad y de los Venerables Sacerdotes, así como la parroquia de Santa María la Blanca.
Pero Murillo también atendió encargos de los particulares asentados en Sevilla y en la cercana Cádiz, como los mercaderes y nobles enriquecidos con el comercio con las Indias, muchos de origen flamenco e italiano. Todos contribuyeron a su fama pues el pintor apenas salió de Sevilla y a la corte se desplazó unos pocos meses en 1658 pero a su muerte, en 1683, su nombre ya se había proyectado internacionalmente.
La primera dispersión de su obra, recuerda Ignacio Cano, se produjo en vida del artista cuando los comerciantes extranjeros, que le habían animado con sus encargos a tratar nuevos temas, regresaron a sus lugares de origen y sus descendientes pusieron esas pinturas en el mercado. Son obras de género y devocionales de formato menor, que salieron de Sevilla a finales del siglo XVII y principios del XVIII. Aquí pueden verse, por ejemplo, Invitación al juego de la argolla (1665-1670, Dulwich Picture Gallery), una de las primeras obras de Murillo en el Reino Unido, pues constaba en la colección de John Drummond en 1690. En ella capta a personajes reales de la calle, al igual que en Niños jugando a los dados, de la Gemäldegalerie de Viena, o en La pequeña vendedora de frutas, que presta la Alte Pinakothek de Múnich.
Las grandes pinturas las realizó, a menudo como ciclos, por encargo de las instituciones eclesiásticas y salieron de Sevilla más tarde, a principios del XIX. A partir de ahí se acelera la diáspora y hoy en Sevilla sólo queda una décima parte de un corpus murillesco que Enrique Valdivieso en su Catálogo razonado de 2010 estableció en 425 obras.
Cuarenta años después de la muerte del pintor, Antonio Palomino ya afirmaba que "fuera de España se estima un cuadro de Murillo más que uno de Tiziano ni Van Dyck". A principios del XVIII ya estaba en Francia Las bodas de Caná (1669-1673), cuyo regreso ahora a Sevilla procedente del Barber Institute de la Universidad de Birmingham es una de las grandes alegrías de los comisarios de la muestra, Valme Muñoz e Ignacio Cano.
Reino Unido y Francia son países esenciales en el aprecio global al artista y muchas de las obras que llegaron hasta allí en el siglo XVIII estuvieron primero en la colección de Justino de Neve y en la del comerciante, mecenas y amigo del pintor Nicolás de Omazur, como ocurre con el Niño riendo que ha prestado la National Gallery de Londres.
Entre 1729 y 1733 la corte de Felipe V se trasladó al Real Alcázar de Sevilla y la reina Isabel de Farnesio tuvo tiempo de formar su colección de obras de Murillo, que luego pasaron a las colecciones reales. Por esta vía ingresaron en el Museo del Prado cuadros devocionales muy refinados, como El Buen Pastor, que abre esta muestra, y La Anunciación, pintado hacia 1660.
Pronto otras casas reales, desde San Petersburgo, Viena o París, manifestarían su predilección por Murillo. De ese fervor que recorrió Europa a mediados del XVIII es un buen ejemplo el cuadro La Virgen con el Niño, hoy en la Gemäldegalerie de Dresde, que compró en 1755 el rey de Polonia y príncipe de Sajonia.
No era extraño, por tanto, que en 1799 el rey Carlos III publicara una orden prohibiendo la salida de cuadros de España, y mencionando expresamente las pinturas de Bartolomé Esteban Murillo. Pero como escribió Antonio Ponz, "hecha la ley, hecha la trampa": los cuadros siguieron abandonando España, ahora sobre todo a través de Cádiz.
En cualquier caso la limitación legal favoreció, hasta los primeros años del XIX cuando los franceses entraron en España, el acceso a obras de Murillo por coleccionistas locales, entre los que destacan el conde del Águila, Francisco Bruna o el deán López-Cepero. A él perteneció una de las obras más hermosa de la antología, la Virgen con el Niño de la Walker Art Gallery de Liverpool, que se exhibe acompañada de su excepcional boceto.
La fama de Murillo y su estima en el mercado internacional provocaron, por desgracia, la codicia del invasor napoleónico y del infame mariscal Soult, que expolió un elevado número de pinturas de iglesias e instituciones sevillanas, además de las almacenadas en el Real Alcázar por el rey José Bonaparte para la creación del Museo de Pinturas de Madrid. Es uno de los pasajes más negros en la historia de Sevilla. Soult se llevó para su colección personal 109 cuadros de escuela española, de los cuales 78 eran de escuela sevillana y entre ellos 15 de los mejores pintados por Murillo. Por ejemplo, cuatro del Hospital de la Caridad y los del claustro chico del convento de San Francisco, el ciclo que le dio a conocer en su ciudad.
En 1828 Murillo sigue siendo un pintor venerado por todas las clases sociales, los eruditos y los coleccionistas, como recuerda David Wilkie durante un viaje a Sevilla: "Su nombre es sinónimo de todo lo que es excelente". Pronto será también una inspiración para otros artistas, como los pintores ingleses del XVIII Hogarth, Reynold o Gainsborough. Este último llegó a realizar varias copias de obras de Murillo, entre ellas una versión de El Buen Pastor. En general, la fama de Murillo se difundió en gran medida a través de esas copias de sus obras, en el extranjero y también en España.
Tras la ocupación francesa, el comercio del arte se reactivó y la desamortización puso en el mercado numerosas obras. En 1852 se subastó la colección Soult y el Louvre adquirió la Inmaculada de los Venerables -que el mariscal había incautado de Sevilla- por 586.000 francos, en una puja disputada con representantes del zar de Rusia Nicolás I y de Isabel II de España. "Fue un récord absoluto en la adjudicación de una pintura hasta ese momento", recuerda Ignacio Cano en su texto para el catálogo de la muestra.
La murillomanía es ya un hecho para la prensa inglesa en 1840. Sin embargo, a partir de la segunda mitad del siglo XIX cambia el gusto estético y la obra del artista comenzó a ser calificada de excesivamente dulce. "La inestabilidad en la apreciación del gusto por Murillo se acentuará en el cambio de siglo, desviando además la investigación científica", continúa el comisario.
Por su capacidad comunicativa y su cualidad para responder a tantas estéticas, Murillo atrajo a los destinatarios más diversos. Cada país lo valoró de un modo distinto. En Alemania estaba casi toda su pintura de género y por eso hoy nos llega desde Dresde y Múnich; en España, los grandes ciclos; en Flandes, las obras que sus propietarios llevaron desde Sevilla o Cádiz; en Inglaterra, descontextualizada, está la obra que el mercado del arte encumbró por sus valores formales. Hoy ese gusto se ha unificado pero admirando piezas como La Natividad, el enigmático óleo sobre obsidiana que presta el Bellas Artes de Houston, podemos apreciar cuánto nos queda aún por saber (y disfrutar) de Murillo.
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