El evangelista laico / Carlos Mármol
Cuando el destino y el tiempo, que casi todo lo gobiernan, hizo pasar a mejor vida (o al vacío, tan previsible) a Fernando Pessoa, el poeta lisboeta, Saramago, que le puso el nombre de uno de sus múltiples heterónimos a la que quizás sea su mejor novela –El año de la muerte de Ricardo Reis–, escribió que el extraño vate del abrigo y las gafas, aquel oficinista solterón con cierto aire de inglés perdido por las calles de la Baixa, murió “casi ignorado por las multitudes”. Decididamente, éste no ha sido su caso. Saramago fallece dejando atrás el máximo galardón de las letras públicas –el Nobel, tan certero en unas ocasiones como ciego en otras– y todo un ejército de aduladores, admiradores y cofrades que consideran que en su obra vienen a encerrarse las claves de una forma de entender el mundo basada en cierto concepto del compromiso político y moral. ¿Literatura? Parece una cuestión secundaria. Paradoja terrible: un hombre que era ateo y marxista nos lega un ejército de creyentes. Saramaguistas.
Y, sin embargo, Saramago, antes de ser Saramago, mucho antes de aparecer determinada troupe, en los tiempos previos a convertirse en un personaje que, igual que hacía Picasso en los manteles cuando iba a ciertos restaurantes, firmaba casi todos los manifiestos y avalaba con su presencia todas las causas justas –querido para unos; terriblemente impostado para otros–, fue un hombre sencillo que quiso ser poeta y que, a falta de un éxito inmediato, tras pasar por una Caja de Subsidios –el destino gris del administrativo, tan literario–, y afiliarse al Partido Comunista, se encauzó en el oficio del periodismo y terminó como editorialista en el Diario de Noticias. Un periódico con nombre tan hermoso como redundante. Los editorialistas, es sabido, son gente inquietante: escriben lo que quizás no piensan. Nunca firman. Son seres anónimos. Instrumentos. Todo lo contrario a Saramago. Quizás incapaz de soportar tal destino, el Nobel, que fue despedido como director adjunto del periódico en 1975 y se quedó sin empleo, decidió jugársela y tratar de escribir en serio. Entonces ni había pandilla ni nada que celebrar. Estaba solo. Era pobre. Cualquiera diría que era un aspirante a fracasado. Y en esas circunstancias, tan difíciles, y contra todo pronóstico, triunfó: no tanto porque el mundo cayera rendido a su pies al leer sus textos, o por todo lo que vino después con los años, sino porque fue capaz de sacar de su interior al escritor que siempre se sintió. Parece una gesta suficiente. Un escritor desconcertante que perseguía un punto de equilibrio entre cierta intensidad poética y los efectos al uso de la narrativa moderna. Ya saben: mixtura de voces, juegos con los puntos de vista, complejidad. Herramientas válidas para contar un universo visto a través de estampas y alegorías; figura, por otra parte, bíblica. De esta época inicial, la mejor, sobresalen Memorial del Convento y El año de la muerte de Ricardo Reis, probablemente sus dos mejores textos. En el segundo se vislumbra la Lisboa húmeda, onírica y eterna, como la Santa María de Onetti o la Comala de Rulfo, donde logra quizás una de sus grandes aportaciones estéticas –las políticas son materia de otro cantar– al relatar el deambular de un personaje que bucea en sus orígenes en busca de una identidad imposible. Una ciudad llena de personajes muertos. Fantasmal.
En aquel momento era capaz de registros distintos: desde teatro a obras como Viaje a Portugal, donde sin ponerse estupendo se descubre a un Saramago relativamente hedonista. Con el tiempo fue abandonando la pulsión entre lirismo y experimentalismo para escorarse hacia narrativas monocordes en las que denunciaba los pecados capitales del Sistema. Un evangelista laico. La experimentación de sus primeros libros se diluyó. La partida estética se la ganó Lobo Antunes, el gran escritor luso contemporáneo, que, pese a ciertos excesos, ha logrado convertir su prosa en un mecanismo para explorar la abulia de la vida cotidiana –Esplendor de Portugal es su obra maestra–. Saramago, igual que Julio Cortázar en su última fase, prefirió el atrio. Relegó la literatura –cierto concepto de la literatura– por el compromiso. El tiempo, ahora que es eterno, dirá si acertó. A fin de cuentas, un escritor no es más que su obra. Todo lo demás es mero aderezo. Historietas.
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