La estrella de los ojos violetas

Elizabet Taylor llevaba dos meses ingresada en un hospital por una insuficiencia cardíaca · Carismática, temperamental y rebelde, la artista participó en casi 50 películas y ganó dos Oscar

La estrella de los ojos violetas
La estrella de los ojos violetas
Carlos Colón / Sevilla

24 de marzo 2011 - 05:00

De la gloriosa Metro Goldwyn Mayer de principios de los años 40, en la que debutó y se hizo una estrella, a las tv-movies en las que apareció por última vez. De Clarence Brown y Mervin Leroy, que la dirigieron en sus primeras grandes películas (Fuego de juventud y Mujercitas), a George Stevens y George Cukor, que la dirigieron en sus últimas películas importantes (El único juego en la ciudad y El pájaro azul). Entre unos y otros la vida de una de las últimas grandes estrellas creadas por los estudios en su época de plenitud artística e industrial, dirigida por algunos de los mejores directores de la historia del cine (Minnelli, Mankiewicz, Stevens, Brooks, Dmytryk, Nichols, Losey, Huston, Cukor) e intérprete de algunos de los personajes femeninos más recordados por varias generaciones de espectadores: la Kay Banks de El padre es abuelo, la Angela Vickers de Un lugar en el sol, la Rebeca de Ivanhoe, la Ruth Wiley de La senda de los elefantes, la Leslie Benedict de Gigante, la Susana Drake de El árbol de la vida, la Maggie Pollit de La gata sobre el tejado de zinc, la Gloria Wandrous de Una mujer marcada, la Laura Reynolds de Castillos en la arena, la Catalina de La fierecilla domada, la Frances Andros de Hotel Internacional, la Martha de ¿Quién teme a Virginia Woolf?, la Sissi Gofforth de La mujer maldita y, por supuesto, la Cleopatra que hizo olvidar a todas las Cleopatras del pasado -incluida la de Claudette Colbert- e imposible pensar en el futuro en otra reina egipcia que no fuera ella.

Porque Elizabeth Taylor (1932, Londres) era una auténtica estrella y eso, aunque a veces se diga lo contrario, es ser mucho más que una gran actriz. Grandes actrices ha habido y habrá muchas: es sólo cuestión de talento; o hasta de genio, si se quiere. Pero una estrella es una creación a medias natural (lo que ponía la naturaleza) y a medias artificial (lo que ponía el estudio que la creaba y sostenía), a medias real (su vida, amores, desgracias y fortunas) y a medias inventada (lo que ideaban los guionistas de los departamentos de promoción), a medias actriz (su representar papeles en la pantalla) y a medias presencia (su llenar la pantalla, hasta desbordarla, con su mero aparecer), a medias lo que era (la persona) y a medias lo que interpretaba (sus personajes). Por eso hubo pocas grandes, verdaderamente grandes estrellas. Y no habrá más. Como los dinosaurios, las estrellas pertenecen a un mundo extinguido: el del Sistema de los Estudios, inventor del Sistema de las Estrellas. Desde que ambos sucumbieron en la glaciación del Hollywood de los años 60 ha habido y habrá grandes, grandísimas actrices de belleza deslumbrante y talento arrollador; pero no estrellas. En esta acepción seria de la palabra estrella, la Taylor fue de las más grandes.

Su vida amorosa fue mitológica; su mala salud, trágica; sus broncas y desplantes, épicos; sus lujos y joyas, orientales; su lealtad para con sus amigos, heroica; sus caprichos, de emperatriz; su belleza, legendaria. El mundo siguió el folletín de sus amores con una envidia admirativa atenuada por la compasión: tras dos matrimonios fallidos el que parecía ser por fin su gran amor, Michael Todd, se mató en un accidente de avión; su romance con Eddie Fisher, entonces casado con Debbie Reynolds, la convirtió en la mala oficial y la depredadora sexual rompe matrimonios de Hollywood; su historia de amor, peleas, borracheras y regalos de joyas fabulosas -el diamante Krupp, la Perla Peregrina, el diamante Burton-Taylor- con Richard Burton llenaron muchas páginas e hicieron destellar los flases de muchos paparazzi. Su solidaridad con su amigo Rock Hudson, cuando hizo público que padecía sida, conmovió al mundo al que tantas veces la Taylor había divertido o escandalizado. La desmesura fue la norma de su vida, de su belleza y de su talento interpretativo.

Porque, como gran y genuina estrella, en la Taylor había una correspondencia en la desmesura entre físico, vida y arte. Venus de bolsillo de formas rotundas que tendían a un sensual desbordamiento. Cuerpo de felina agresividad adornado con el contraste de unas gotas de ancho acogimiento maternal. Fiera capaz de dejarse dominar hasta el más abyecto sometimiento -aunque sin poder confiar nunca del todo en que esté domesticada- o de dominar con la más brutal ferocidad. Y unos ojos violetas como jamás los ha habido. El cuerpo y el rostro de Liz Taylor actuaban por sí mismos, con independencia de su voluntad de actriz, con la sobrecogedora belleza significativa de las panteras. A esa desmesura física y vital correspondía la de su genio interpretativo. Bette Davis bellísima o Ana Magnani sensual, la Taylor actriz era pura fuerza desatada. Se crecía con el exceso, le daban y buscaba personajes fuera de escala dramática, arrastrados por sus pasiones a la vez que generador de las de los otros, gritones, avasalladores, heridos. ¿Fue o no una gran actriz? Sin lugar a dudas; y de las más grandes. Pero fue una estrella aún más grande. Y lo segundo hacía que lo primero pareciera carecer de importancia.

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