La aldaba
Carlos Navarro Antolín
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El estrecho de Bering | Crítica
El estrecho de Bering. Emmanuel Carrère. Trad. Encarna Castejón. Anagrama. Barcelona, 2022. 156 páginas. 11,90 euros
Galardonada con el Grand Prix de la Science-Fiction en 1987 y con el Valery Larbaud del mismo año, El estrecho de Bering (1986) era una de las pocas obras de Emmanuel Carrère que seguían inéditas en castellano –las otras son una temprana monografía sobre Herzog (1982) y su primera novela, L'Amie du jaguar (1983)–, pues su editorial española ha ido recuperando en los últimos tiempos otros títulos de su etapa inicial como las novelas anteriores a la celebrada El adversario (2000), que señala el paso del narrador francés a la autoficción, o la excelente biografía novelada del estadounidense Philip K. Dick, Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos (1993), antes publicada por Minotauro y ahora disponible, como todas las demás, en el catálogo de Anagrama. Firmada en 1980-1985, y obra por lo tanto de un veinteañero que según nos dice al final ya había tratado del mismo tema en su tesina, la Introducción a la ucronía de Carrère no cumple del todo con lo que sugiere el subtítulo, pero sí ofrece un sugerente acercamiento a algunas de las implicaciones del término y en particular, o más venturosamente, un personal recuento de sus infinitas posibilidades a través de un puñado de ficciones escogidas.
La famosa frase de Pascal sobre la nariz de Cleopatra, que si “hubiera sido más corta, habría cambiado la faz de la tierra”, es una de las formas más sencillas de ejemplificar el “juego serio” al que se entregan los ucronistas, que de acuerdo con uno de sus teóricos fundacionales, Charles Renouvier, consiste en imaginar la historia “no tal como ha sido, sino tal como habría podido ser”. Sean fruto de la desilusión, la melancolía o el alivio, las “ensoñaciones retrospectivas” han dado lugar a un casi género literario, sólo en parte relacionado con las utopías, que puede ser abordado como “una modalidad erudita del placer”, pero también en función del propósito de los autores y de sus implicaciones morales. Es lo que propone el joven Carrère, no sin darse aires y a la vez rebajando el alcance de lo que él mismo define como un “trabajo de aficionado”. Más que en las esforzadas disquisiciones conceptuales, su aportación, menos original o novedosa de lo que piensa, brilla en el comentario de las obras –“unos cuantos libros dispares” de autores franceses o anglosajones– con las que traza un itinerario verdaderamente fascinante.
El Napoleón apócrifo (1832) de Geoffroy, escrito “bajo el signo de la nostalgia y de la fe”, es para el ensayista la primera gran ucronía, donde un Bonaparte que no sucumbe en Rusia ni es derrotado en Waterloo alcanza el sueño de la “monarquía universal”. Es un ejemplo de “ferviente mistificación”, emparentada con otras fabulaciones suscitadas por la nostalgia del César corso, y opuesta a los reales atentados –el título del libro de Carrère tiene que ver con la eliminación del nombre de Beria, sustituido por el Bering del estrecho, en la Gran Enciclopedia Soviética– de los estados totalitarios. La novela Jaque al tiempo (1930) de Marcel Thiry, que introduce la paradoja de la retroacción que anula el presente, el clásico ‘Ucronía’ (1876) del mencionado Renouvier –compleja “obra de reflexión, más que invención novelesca”– o Poncio Pilatos (1961) de Roger Caillois, que como el anterior enfrenta el cristianismo a una “pedagogía de la libertad”, son algunas de las obras principales en las que se detiene Carrère, que tampoco pasa por alto el recurso, anecdótico pero no infrecuente, a la ucronía en la vida cotidiana, en la que son muy habituales los supuestos contrafácticos con los que cualquiera se aplica a revisar los episodios de su historia personal, todo lo que “podría haber sido de otro modo”.
El “razonamiento ucrónico” parte de la alteración –no gratuita ni inocente, precisa Carrère– y explora sus consecuencias, la forma en que un solo cambio puede contaminar la realidad hasta hacerla completamente diferente. También las obras literarias, reflejo de la Historia, habrían sido distintas si los hechos hubieran sucedido de otra manera. Alternando pasajes brillantes y otros algo confusos, Carrère se mueve con soltura entre la especulación filosófica y la crítica literaria, fiel a sus predilecciones e intereses como lector y en parte como futuro autor, así cuando habla de la causalidad que encadena los azares o de los deliberados anacronismos que especialmente en El Reino –donde las categorías del presente se extienden al tiempo de los primeros cristianos– le darán al pasado un sesgo de actualidad concerniente. Bajo la profusión de historias alternativas subyace la inquietante sugerencia de una pluralidad inagotable, una suma de “mundos paralelos” que coexisten en planos otros y entre los que el conocido, aparentemente verdadero, no es más que un desarrollo posible, acaso igual de incierto.
Entre las ficciones de trasfondo ucrónico, cita Carrère los relatos Tres versiones de Judas (1944) y La otra muerte (1949) de Borges, autor al que dicho sea de paso debe mucho –directamente o por la vía de Caillois, que fue su introductor en Francia a comienzos de los cincuenta– el autor de estas páginas, tal vez indignas del genio del argentino pero claramente traspasadas por el espíritu que caracterizaba sus perdurables inquisiciones. Igual podría haber citado uno de los grandes relatos de Bioy Casares, La trama celeste (1948), donde no fue Roma sino Cartago quien se impuso en las Guerras Púnicas. Otra inversión recurrente, referida a la Alemania nazi, ha dado pie a un subgénero que especula con la victoria del Eje en la Segunda Guerra Mundial, abordado por Philip K. Dick –El hombre en el castillo (1962)– desde una perspectiva nihilista que no participa de la condena moralizante. En El sueño de hierro (1974) de Norman Spinrad, Hitler no es el tirano genocida, sino un autor de ciencia ficción que escribe una novela titulada El señor de la esvástica. Más recientemente, Philip Roth recreó en La conjura contra América (2004) unos Estados Unidos donde Lindbergh, el célebre aviador y simpatizante del hitlerismo, vence a Roosevelt en las elecciones de 1940 y pone en práctica una política antisemita.
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