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Estambul: el milagro multiplicado

Las ciudades y los libros

La historia se traduce aquí en una densidad urbana cuyo equilibrio desafía las leyes de la razón, pero la verdadera magnitud de la ciudad está en sus gentes, en una algarabía de lenguas y colores desde la que todo parece posible

Nueva York: la medida de lo humano

Un hombre da de comer a las palomas en la Plaza Taksim de Estambul. / Vassil Donev (Efe)
Pablo Bujalance

13 de julio 2024 - 07:02

Viajé a Estambul hace ya algunos años, cuando Santa Sofía era todavía, estrictamente, un museo laico. Un vendedor de alfombras que atendía en uno de los cientos de bazares que rodean Sultanahmet entabló conversación conmigo (la conversación es aquí una inclinación natural ampliamente compartida, pero no siempre con fines lucrativos: a veces, vale la pena entrar en el juego) y me advirtió de la mayoritaria corriente en la opinión pública que veía con buenos ojos la reconversión del edificio en mezquita, con la consiguiente recuperación del uso para el que había sido consagrado desde 1453 hasta la secularización de 1931. Erdogan, me dijo aquel chico delgado, moreno y de voz grave y cadenciosa, vestido con una camiseta del Barça, vaqueros recortados y chanclas gastadas, estaba más que dispuesto a materializar aquel deseo, tal y como quedó demostrado en julio de 2020 con la definitiva transformación de Santa Sofía en mezquita. El vendedor me dijo que entendía las protestas de los laicistas, pero que si realmente había en Estambul una mayoría islamista, al igual que en el resto de Turquía, había que atenerse a eso: “A lo mejor ayudaría a los laicistas un gesto por parte de Occidente. Por ejemplo, un uso compartido de la Mezquita de Córdoba entre cristianos y musulmanes. O, por qué no, su conversión en un museo”. Yo le respondí que, al contrario de lo que sucedía en Estambul con Santa Sofía, la demanda para un cambio de culto y de uso respecto a la Mezquita de Córdoba no era, de momento, tan significativa, y que la oposición a cualquier modificación era mucho mayor, con lo que, si había una mayoría de preferencia cristiana, también había que atenerse a eso; pero que, en todo caso, Santa Sofía ya constituía justo lo que Ataturk había deseado, un emblema histórico y cultural abierto a todos más allá de las creencias particulares, así que había que preguntarse hasta qué punto el cambio propuesto iba en la dirección correcta. El vendedor y yo terminamos tomando té en su bazar y no insistió demasiado para que le comprara una alfombra (no la compré). La mezquita de Santa Sofía, en todo caso, ha preservado para su admiración por los turistas sus maravillosos iconos bizantinos, convenientemente camuflados durante el culto. Eso sí, aunque queda un poco lejos, en Edirnekapi, San Salvador de Cora, la que durante siglos fue la mezquita Kariye, y que puede ser reconocida sin demasiado esfuerzo como la iglesia bizantina más hermosa del mundo, sigue abierta como museo desde 1948. Sus iconos son capaces de arrebatar el aliento al más pintado.

Un perro descansa en el patio de la Mezquita Azul. / Ilya U. Topper (Efe)

Sin salir de Sultanahmet, cerca de la Mezquita Azul, conocí a un judío sefardí llamado Jacob. Su aspecto evocaba a un Coronel Tapioca sesentón que se hubiera disfrazado de pirata en una despedida de soltero. Regentaba justo aquí un restaurante llamado The Cure. Ocupaba siempre la misma silla en la misma mesa del establecimiento, desde donde podía otear a toda la clientela mientras propinaba sonoras palmaditas a las nalgas de su última novia, una veinteañera de pestañas infinitas que parecía salida de un culebrón y cuyo gesto delataba un hartazgo comprensible. Cada vez que llegaban a su restaurante turistas españoles, Jacob contaba su historia en un simpático ladino: aseguraba ser descendiente de un impresor granadino que había huido de España a comienzos del siglo XVI, dejando atrás una casa en pleno Albaicín cuya llave, afirmó, conservaba como la reliquia más sagrada. Tenía por mayor anhelo que sus hijos continuaran su negocio, “pero los jóvenes”, dijo, “tienen la cabeza llena de fumo y solo piensan en meldar”. Pero yo quería seguir las huellas que Orhan Pamuk había dejado en libros como Estambul. Ciudad y recuerdos, La maleta de mi padre y Una sensación extraña, y para eso había que perderse en el Gran Bazar y el Bazar de las Especias, pero también en la Avenida Istiklal, a los pies de la Torre Gálata y hasta la Plaza Taksim, donde en 2013 tuvieron lugar las manifestaciones contra Erdogan cuya represión volvió a poner en serias dudas el presunto talante democrático del Gobierno. Istiklal es una fabulosa Babel en la que conviven turistas, musulmanas con niqab, entusiastas de la cultura queer, bares y restaurantes tradicionales, tiendas de discos y librerías. La música se filtra, atronadora, desde todas las ventanas, en todos los géneros, flamenco incluido. En la librería Robinson Crusoe compré más libros de Pamuk y del poeta turco Ümit Yasar Oguzcan. Me resultó especialmente conmovedora la iglesia de San Antonio de Padua, el mayor templo católico de la ciudad. Y en uno de estos restaurantes de toda la vida, donde sirven el chai reglamentario (y donde a las mujeres, salvo que ordenen lo contrario, siempre se les ofrece la versión con sabor a manzana), comí el mejor guiso de cordero que he probado nunca, dedicado a la memoria de Alejandro Magno (Iskander).

La Avenida Istiklal es una fabulosa Babel en la que conviven turistas, musulmanas con 'niqab' y entusiastas de la cultura 'queer'

Estambul yace como un caos desatado de 16 millones de personas en el que las distintas capas de la historia se han sedimentado en una densidad impenetrable. Habría que hablar no tanto de una ciudad como de varias ciudades superpuestas en una verticalidad que descarta cualquier posibilidad para una línea de metro. El transporte, por tanto, es una cuestión delicada. Un taxista se ofreció a llevarnos a siete pasajeros potenciales que esperábamos en una parada. Cuando abrió la puerta de su vehículo encontramos que solo había un asiento, el del piloto: todos los demás debíamos acomodarnos en el suelo del coche si queríamos viajar por un precio módico (“You all go in”, insistía el conductor mientras mostraba a carcajadas su dentadura mermada). Los pocos tranvías operativos, que han terminado a merced exclusiva de los turistas, como el nostálgico que pasa por Istiklal, quedan descartados ante la afluencia masiva. En la periferia, una brutal especulación urbanística ha llevado a muchas familias a residir en bloques de viviendas descomunales aún sin terminar y sin las instalaciones básicas, en respuesta a una demora ya inasumible. Cuando cae la noche, sin embargo, la panorámica del Bósforo invita a considerar un orden cercano al silencio. Todos los mundos empezaron aquí alguna vez. 

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