Un espectro europeo

Joseph Roth recrea el camino de Napoleón desde su derrota en Waterloo hasta su destierro en Santa Elena.

Un espectro europeo
Un espectro europeo
Manuel Gregorio González

31 de marzo 2013 - 05:00

Los cien días. Joseph Roth. Trad. Carmen Gauger. Pasos perdidos. Madrid, 2013. 256 páginas. 18,90 euros

Los cien días hace referencia al periodo que va desde la fuga de Napoleón de la isla de Elba hasta su embarque en la fragata inglesa Bellerophon, camino de Santa Elena, tras su derrota definitiva en Waterloo. Es decir, se aborda en esta novela, inédita en español, el intervalo que media entre el regreso triunfal del Gran Corso, desde el mar de Liguria, y su confinamiento en mitad del Atlántico tras la victoria de la Coalición en la campiña belga. Se da la circunstancia, simbólica en cierto modo, de que Belerofonte fue el héroe mitológico que domó a Pegaso, el caballo alado. Y por otra parte, ya señalamos en estas páginas, a cuenta del Napoleón de Dumas, la ingente bibliografía que suscitó la figura del Sire, desde el temprano elogio de Stendhal, nunca finalizado, hasta el tardío Suspense de Conrad (1924) y este crepuscular homenaje, en apariencia convencional, que Joseph Roth firma en 1936.

Von Cziffra, en El santo bebedor, retrata a un Roth nostálgico y beligerante, de inocua marcialidad, cuando evoca, ya en el exilio de París, el esplendor caído del imperio austrohúngaro. La marcha Radetzky, su obra más celebre, no es sino la minuciosa crónica de aquel proceso, cuyo fin hace coincidir con la muerte del emperador Francisco José. Antes, sin embargo, en Izquierda y derecha, Roth ha glosado el multitudinario auge, la inopinada militarización que trae el nazismo a las calles de Berlín.¿Qué hay, pues, de continuidad, de coherencia, de estrecha familiaridad con sus libros anteriores en Los cien días? Como en La marcha Radetzky, este esbozo novelado de Bonaparte es la crónica de la disolución de un mundo; como en Izquierda y derecha, como en la saga de los Trotta, se trata del poder, de su influjo, de su seducción hipnótica, articulado como un personalismo: Hitler, Francisco José, el Gran Corso. No en vano, tanto en La marcha Radetzky como en Los cien días, la importancia que adquieren los retratos resulta determinante. Recordemos que el imperio austro-húngaro que fabula Roth viene hilvanado secretamente por las efigies del emperador, presentes en cada uno de los hogares del viejo territorio imperial (el propio Trotta imita a Francisco José I con unos caudalosos bigotes). En cuanto a Napoleón, es la propia figura del Sire, centuplicada en óleos y grabados, la que anticipa y acrece su fama por toda Europa, haciéndose omnipresente en la imaginación de sus súbditos. Con esto quiere decirse que la de Roth es una literatura sobre el poder; pero un poder que se despliega figurativamente, imaginativamente, como una sutil fantasmagoría, y no por el ejercicio directo de la acción política.

Antes señalábamos que Los cien días es una novela convencional sólo en apariencia. Y ello por la estructura con la que está resuelta. El paralelismo entre una sirvienta afecta al Sire y la propia vida del Emperador, (o sea, las Vidas paralelas de Plutarco), es un recurso utilizado en abundancia desde la Antigüedad pagana. No obstante, este destino común está al servicio de una lectura, hasta cierto punto, insólita. Si el XIX imaginó la Historia acaudillada por un hombre impar, por el genio resolutivo, expresado como una voluntad sobrehumana (así la postularon, al menos, los jóvenes airados del Sturm und Drang), el Napoleón de Roth, como la modesta criada que le sigue, vienen determinados ya por una instancia ajena a ambos. Aquí, Bonaparte se reconoce como instrumento de unas fuerzas que ignora, como trémulo peón de una voluntad remota. Estas fuerzas, sin embargo, no son en ningún caso las propias de una divinidad que actúa en las sombras. La modernidad de Roth, de su Napoleón, es aquélla de reconocerse como un producto histórico. Vale decir, como un prominente hijo de su tiempo. Antes de embarcar en el Bellerophon, camino de la muerte, Napoleón sabe cumplido su destino. Y tampoco desconoce su frágil condición de meteoro, deslumbrante y fugaz, en una hora del mundo. En cierto modo, el Bonaparte de Roth se mira desde un más allá que lo abarca, lo explica y lo destruye.

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