Alhambra Monkey Week
La cultura silenciada
En ausencia de guerra. Edgardo Cozarinsky. Tusquets. Barcelona, 2014. 208 páginas. 17 euros.
Disparos en la oscuridad. Edgardo Cozarinsky. Universidad Diego Portales. Santiago de Chile, 2015. 220 páginas. 15 dólares.
En algunas de las pocas librerías con algo de fondo que van quedando -y no siempre en las de unos conocidos grandes almacenes- es fácil encontrarse entre los volúmenes de literatura extranjera las obras del argentino Edgardo Cozarinsky (Buenos Aires, 1939). Con semejante nombre, se dirá, lo raro sería hallarlo justo después del desaparecido Rafael de Cózar. Pero es ahí, en la literatura en español, donde Cozarinsky debería empezar a ir ocupando el lugar que por sus textos merece: el de uno de los mejores prosistas vivos en nuestro idioma.
Coinciden dos novedades de este escritor algo tardío en el mercado (pese a alguna vieja incursión ensayística su obra propia empieza en 1985, con Vudú urbano): la novela corta En ausencia de guerra y la antología de ensayos y artículos Disparos en la oscuridad (por cierto, que el antólogo, Ernesto Montequin, tal vez debiera haber buscado otro título para la misma, pues hace apenas cinco años que el mexicano Fabrizio Mejía Madrid ha publicado una obra titulada idénticamente). La novela, de esa distancia corta en la que Cozarinsky es un consumado maestro (la generosidad del cuerpo de letra de la editorial, que la alarga hasta los dos centenares de páginas, no vuelve novela lo que es novela corta), conjuga, como en otras obras narrativas de este autor, rasgos de un cierto y confuso origen autobiográfico con tramas puramente ficcionales. Aquí, un hombre de mediana edad argentino que vive en París, dedicado tanto a la literatura cuanto al cine, como el autor, recibe una carta póstuma de una paisana, vieja amiga ya fallecida, que pone en marcha la recuperación de la memoria de su país y una acelerada peripecia por Suiza, con un vago aunque explícito homenaje al clásico Extraños en un tren de Patricia Highsmith y su intercambio de crímenes como modelo del crimen perfecto. Pero en la narrativa de Cozarinsky lo de menos son los sucesos: lo importante es adentrarse en una cuidada y reflexiva prosa que va construyendo unos personajes que guardan su secreto sin secretismos y que sabe contarnos algunos misterios de la vida sin llegar a desvelarlos.
El carácter meditativo de Cozarinsky se muestra a las claras en la antología Disparos en la oscuridad, que reúne 36 piezas procedentes de títulos suyos tan encantadores (e inaccesibles para el lector de España) como El pase del testigo o Blues junto a otras no recogidas hasta ahora en libro. El volumen recorre temáticamente su trayectoria en siete capítulos: un primer apartado recoge textos sobre Argentina y otros lugares biográficamente relevantes para este autor, nieto de emigrantes judíos ucranianos que se marchó a París en 1974 y ha vivido en esta ciudad, de forma continua al principio, interrumpida después, hasta hace pocos años; un segundo bloque reúne artículos sobre literatura: libros y autores que reseña y desentraña con una mirada aguda, certera (impagables las páginas donde resume la esencia de las más de mil quinientas del libro póstumo en que se recogieron las notas de Bioy sobre el gran Borges, tanto que quien no lo ha leído puede tener la impresión de haberlo hecho); un tercer apartado agavilla homenajes a escritores argentinos, que fueron sus maestros o compañeros de trayecto en algún momento, escritos en la hora de sus muertes (con piezas sobre Bianco, Silvina Ocampo o Tomás Eloy Martínez); un cuarto epígrafe con literatura de viajes (y parece mentira que ciudades tan explotadas literariamente como Tánger no suenen a cliché cuando son visitadas con la mirada de Cozarinsky); un quinto bloque agrupa ensayos sobre literatos marcados por su ideario político de derechas, que no contaron, como los de izquierda, con los vientos favorables de la Historia (Jünger, Brasillach); un sexto apartado sobre cine, pues no hay que olvidar que Cozarinsky ha sido cineasta durante una gran parte de su vida (con análisis profundos de Candilejas de Chaplin o Mr. Arkadin de Welles, entre otros); y, por último, un pequeño bloque que reúne tres piezas íntimas que acaban por ultimar el perfil trazado del escritor.
Edgardo Cozarinsky es un argentino que sabe prescindir de los argentinismos allí donde vale otro vocablo más universal y usarlos con medida exacta para que el lector nunca olvide su origen. Un hombre tan viajado que no usa el anglicismo o el galicismo de nuevo cuño, pedante, pero sabe usar los hoy en desuso (como el viejo chicana, artimaña judicial). El español de Cozarinsky es tan estiloso que no necesita ser subrayado pero, conforme va avanzando en la narración o en el ensayo, atrapa al lector y abre ante sus ojos continuos senderos, bifurcaciones que logra enlazar páginas más adelante sin que apenas se note el pespunte. Una prosa meditativa, intrincada pese a su fluidez, que ya es hora de que sea conocida por más público. Quizá haya llegado el momento de que uno de esos premios de relumbrón, un Cervantes por ejemplo, ponga el foco sobre uno de los (casi) secretos mejor guardados de la literatura en español.
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