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Antonio Ortuño. Escritor.
En La vaga ambición, el libro de cuentos que ganó la última convocatoria del Premio Ribera del Duero y que edita ahora Páginas de Espuma, el escritor mexicano Antonio Ortuño se sirve de un alter ego, Arturo Murray, para describir la trastienda de su oficio, las constantes frustraciones, los sinsabores de la promoción. Pese a su premisa, las páginas de Ortuño no pueden estar más lejos de un vacuo ejercicio de metaliteratura: de la mano de ese personaje infeliz y en búsqueda, humano y entrañable, el lector asiste a una sucesión de capítulos llenos de humor, dolor y vida.
-Al principio del libro, en su infancia, el protagonista es testigo de un episodio muy turbio y alguien le pide que un día escriba sobre aquello. ¿Usted, como su personaje, concibe la literatura como un ajuste de cuentas con el pasado?
-Yo no pretendía hacer un libro confesional, ni entrar en el juego tan contemporáneo de la autoficción, pero sí quería aprovechar la experiencia para insuflarle vitalidad a esas ficciones. Hay muchos episodios que pueden formar parte o no de mi vida, pero eso realmente no importa: lo que importa es que forman parte de la vida de quien narra, de Murray, y, sobre todo, forman parte del texto. Con esa historia se apunta una justificación, una suerte de validación de quién es Murray, de por qué es escritor. Él tomará este capítulo traumático de su pasado para creer que no es escritor sólo por su capricho, sino por algo que considera más profundo, el cumplimiento de una promesa de venganza. Como si fuera D'Artagnan, lo que me parece muy divertido.
-Los cuentos ofrecen una visión despiadada del oficio de escritor. Esa gira desastrosa de promoción que vive el protagonista desanimará a más de uno con vocación literaria...
-Es difícil que un escritor no pase por un calvario así. A mi protagonista le pica un alacrán, lo humilla una narradora que se destapa como su rival, por un equívoco lo entrevistan como si fuera autor de un libro sobre crianza de mascotas... y termina siendo preguntado por sus costumbres sexuales en un programa presentado por una vedette. Pero en medio de todo eso está el eje central del cuento, que es la agonía y la muerte de la madre, algo abrumador e inasumible y que se cuela por todas las rendijas de la historia. Se sobreentiende que el escritor está haciendo todas esas ridiculeces para conseguir dinero para la atención médica de la madre.
-Ese relato resulta hilarante durante un buen tramo, pero hay un momento en el que irrumpe el dolor, una emoción que coge al lector desprevenido.
-Sí, fue una decisión muy premeditada. Tenía claro el tono que quería para ese cuento. La madre gravita por todo el libro, asoma de vez en cuando, pero en una página, en unos párrafos, ella tiene su aparición estelar, se descubre quién es, se entiende que es quien le ha dado al hijo su poética personal. Quería contar todo eso sin que fuera un melodrama, pensaba que ese tono alargado a varias páginas iba a ser insufrible. Intuía que esa combinación de humor y de dolor le daría más fuerza.
-En el libro, usted dedica atención a las series televisivas. Su escritor se incorpora a una de ellas en un golpe de suerte que acabará siendo, en cierto modo, una condena.
-Sí, Murray alcanza su mayor éxito como parte del equipo de una serie, metido en un proceso de escritura totalmente industrial. Se multiplican sus seguidores en las redes, le ofrecen nuevos trabajos, le pagan muy bien... pero él termina hundido en la angustia porque ha dejado de ser el escritor que pensaba que era. Con este cuento, que planteé con una estructura episódica, como si fuera una producción televisiva, quería explorar algunos temas que me interesaban. Eso que dicen ahora de que la mejor narrativa contemporánea se hace en las series... Todo el mundo estaba convencido de que la ficción había muerto, y de repente la gente está atenta a historias que se presentan por entregas en plan decimonónico, con su desarrollo de personajes, con secretos guardados... todas las claves de la narrativa del XIX que se pensaba muerta. Y es un fenómeno mundial. Ni siquiera los mayores grupos de pop pueden presumir de tener tanto público como un estreno de Juego de tronos.
-En uno de los relatos, que narra el encuentro de Mijaíl Bulgákov y Walter Benjamin, el narrador dice que somos "asombrosamente indignos de nuestros mayores". ¿Usted también lo piensa?
-Yo creo que un escritor está en la obligación de dudar de sí mismo. Una de las mejores preguntas que me han hecho sobre el libro era que si Murray era un buen o mal escritor, y era una pregunta inocente, de alguien que había leído el libro y eso no le quedaba claro. No importa si es bueno o malo, porque él no lo sabe y por eso escribe. Tiene la ilusión de ser bueno, pero duda, y dudar es lo que nos hace remitirnos a las tradiciones y a mirarnos en diferentes modelos. No se dice expresamente, pero se intuye que ese relato de Benjamin y Bulgákov lo escribe Murray, y en el orden del libro lo leemos cuando lo hemos dejado en una crisis por ese trabajo colectivo, cuando es incapaz de escribir nada suyo. El episodio está fundado en algo que cuenta Benjamin de su Diario de Moscú: una noche lo llevan al teatro, él va con la ilusión de que su amada le traduzca al oído los diálogos porque no sabe ruso, pero eso lo acaba haciendo el nuevo amante de ella. Y la obra de Bulgákov que va a ver le parece una provocación repugnante, la creación de un burgués.
-Una de las anécdotas que se cuenta del protagonista es que, de niño, escribe nada menos que el Quijote, algo que usted también hizo en la infancia.
-Yo era muy pequeño y tenía ganas de escribir algo, porque mi madre lo hacía, más para ella que para los demás, aunque alguna vez leyó poemas en recitales íntimos. En mi casa había una veneración por el Quijote, mi abuelo tenía grabados cervantinos y un par de ejemplares muy bonitos del libro. Yo agarré una de las ediciones que tenía mi madre y me dije: Voy a escribir. Y me puse a transcribir el libro hasta un momento en el que me aburría de andar entre esas páginas y la máquina de escribir, y decidí inventar lo que seguía. Ese recuerdo tiene algo que trasciende lo hilarante, es muy simbólico, porque después de hacer el Quijote, claro, sólo puede venir el declive. Y si además lo escribes en la infancia, ya no hay nada que hacer.
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