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Asteroide edita la primera novela de la trilogía en la que John Mortimer satiriza la vida inglesa de provincias.

El escritor y dramaturgo John Mortimer (Londres, 1923-The Chilterns, 2009).
Ignacio F. Garmendia

07 de abril 2013 - 05:00

Un paraíso inalcanzable. John Mortimer. Trad. Magdalena Palmer. Asteroide. Barcelona, 2013. 456 páginas. 22,95 euros.

Ya era conocido como guionista y dramaturgo, en particular por su exitoso Viaje alrededor de mi padre (1963), pero no fue hasta los años setenta cuando John Mortimer se convirtió en una figura popular por su actuación como abogado en notorios procesos por obscenidad o pornografía, algunos tan sonados como los abiertos contra los editores de la revista Oz, el director de Gay News o el sello discográfico Virgin, tras la aparición del legendario Never mind the bollocks -el problema, al parecer, era la palabra bollocks- de los Sex Pistols. Con una larga trayectoria como criminalista y acreditada experiencia en pleitos de divorcio -las esposas enojadas, solía decir, inspiran más temor que los criminales-, Mortimer se especializó en la defensa de la libertad de expresión en una década que asistió a la reacción conservadora tras el desmadre de los sesenta, como parte de un programa de "rearme moral" que culminaría en la llegada al poder de la señora Thatcher. Por los mismos años, creó a su más celebrado personaje, el abogado Horace Rumpole, protagonista de una serie de televisión -medio que el autor conocía bien- y de varias novelas que acrecentarían su fama, haciendo de Mortimer un escritor muy querido al que más tarde le sería otorgada la dignidad de caballero.

Esta novela ahora traducida, Un paraíso inalcanzable, es algo posterior (1985) y pertenece a la llamada Trilogía Titmuss -continuada en Titmuss Regained (1990) y The Sound of Trumpets (1998)-, así llamada por el nombre de uno de los personajes de la serie, hijo del contable de una cervecera que asciende en la escala social hasta convertirse en millonario, diputado por los tories y ministro de Thatcher. La acción de la primera entrega se sitúa en un pueblo de la campiña londinense, Rapstone Fanner, cuyos habitantes reflejan la evolución de la vida inglesa en el tiempo comprendido entre la posguerra y el regreso al poder de los conservadores, tras el caos desatado durante el llamado invierno del descontento. Este fondo histórico se sobrepone a una desopilante intriga que implica a buena parte de los personajes principales: el testamento del reverendo Simcox, un extravagante párroco de filiación izquierdista que guarda un busto de Marx en su casa, honra la memoria del socialismo fabiano y se apunta a todas las protestas, ha dejado como único beneficiario de su fortuna al diputado conservador Leslie Titmuss. Frente a la indiferencia de la viuda, uno de los hijos del párroco, el novelista Henry Simcox, se dispone a impugnar la última voluntad de su padre alegando que estaba loco. Su hermano Fred, médico rural y batería de jazz, no aprueba el proceso y decide investigar por su cuenta las razones de una decisión tan insospechada.

El entorno enrarecido de las pequeñas comunidades, los secretos de familia, las miserias y servidumbres de la política, los vínculos conyugales o los no menos problemáticos entre padres e hijos, son algunos de los temas tratados por Mortimer, de una manera inteligente y bienhumorada que revela un profundo conocimiento de las relaciones humanas. Nada escapa a la incisiva mirada del narrador, que caricaturiza por igual estereotipos y comportamientos: el prócer indolente y acomodaticio que se limita a cuidar de sus begonias; la esposa elegante pero decrépita que añora los bombardeos sobre Londres, cuando los soldados se disputaban sus favores; los privilegiados esnobs que ya de niños, en el selecto internado, actúan de manera prepotente, convertidos luego en tiburones de los negocios; el arribista hecho a sí mismo, que ha encontrado en las humillaciones sufridas la fuerza para comportarse de modo implacable; el intelectual presuntuoso que vende su talento para hacer fortuna pero no deja de manifestar una irritante superioridad moral; el cura soñador, que lucha contra la injusticia en cualquier parte del mundo pero se muestra receloso de la religiosidad de su parroquia; el médico que descree de los tratamientos y aconseja a sus pacientes una muerte temprana; el abogado cínico que no muestra consideración alguna por las partes en litigio; la segunda esposa que no puede superar el odio que le inspira su predecesora; el vividor del subsidio que alterna los trapicheos y el ocio en la taberna, donde se deja invitar por mujeres casadas; el delincuente irresponsable que alega su condición de supuesta víctima.

Lo característico de Mortimer es la mirada irónica, el escepticismo sutil, una leve melancolía que parte de la comprensión de las debilidades ajenas. No es un humor de trazo grueso ni tampoco partidario, frente a lo que podría pensarse. Parece probado que el autor, paradigma de la tolerancia, era hombre de convicciones progresistas, y es evidente que no vio con buenos ojos los tratamientos de choque de la era Thatcher, pero en Un paraíso inalcanzable los despiadados tories no salen peor parados que sus oponentes los defensores de las causas perdidas. Al margen del viejo Simcox y de su inesperado heredero Titmuss, ambos extremos aparecen encarnados en el hijo novelista del predicador, un antiguo "joven airado" que evoluciona desde la militancia radical al conservadurismo más atrabiliario -el personaje parece inspirado por modelos reales como Kingsley Amis- sin abandonar la pose despectiva ni la alta consideración que tiene de sí mismo. Luego, como experimentado guionista y dramaturgo, Mortimer muestra un dominio absoluto de los diálogos y de la composición de escenas, que no extraña fueran adaptadas a la pantalla en otra exitosa versión televisiva. Ya el final de la novela, donde se pasa revista a algunos de los personajes implicados en la historia, sugería que Mortimer no descartaba continuarla, y es de esperar que las otras partes de la trilogía sean asimismo traducidas. Entre tanto, ningún amante de la literatura inglesa debería perderse este fresco admirable que valdría como manual para los interesados en el arte de la comedia.

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