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Epigramas | Crítica
Epigramas. Carlos Díaz Dufoo, hijo. Firmamento. Cádiz, 2022. 72 páginas. 17 euros
Acompañado de una faja donde Enrique Vila-Matas califica al autor de "genio de las letras mexicanas", se publica por primera vez en España un libro de culto del que no sabíamos nada, menos de setenta páginas que reúnen una extraordinaria colección de Epigramas y dos breves e ingeniosos ensayos de Carlos Díaz Dufoo, hijo, precisión obligada para diferenciarlo del padre homónimo, reconocido economista y también escritor, vinculado a la vasta constelación del modernismo. Ciertamente inclasificable, por usar de otra definición ya tópica, pero también adecuada al caso, Díaz Dufoo parece un personaje de ficción apenas esbozado, del que se sabe muy poco –ni siquiera es seguro que la única imagen conservada, cuya recreación ilustra estas líneas, se corresponda con los rasgos del hombre– y siempre a través del testimonio de sus contemporáneos. Leemos que estudió Leyes, ejerció como abogado e impartió clases de Historia Antigua. Que se mantuvo al margen de grupos y corrientes, aunque compartiera intereses y amistades con los miembros de la generación del Ateneo de la Juventud, Antonio Caso, Julio Torri, Alfonso Reyes o Pedro Henríquez Ureña. Que fue siempre por libre y se quitó la vida, acaso inevitablemente, a los cuarenta y cuatro años.
El lector interesado puede encontrar en la red varios textos de estudiosos mexicanos que rastrean los pasos de Díaz Dufoo e iluminan su escasa obra, entre ellos los de Antonio Castro Leal (1968) o los más recientes de Christopher Domínguez Michael (1989, 2008) y Beatriz Espejo (2009). El primero de ellos, que lo trató de cerca, evoca los días en que con Torri y otros formaban un "grupo casi de anacoretas", ajenos al imaginario de la Revolución que los había convertido, pese a su juventud, en figuras de otro tiempo. En su recuerdo, Díaz Dufoo, "sensible y sensitivo, sin ser, de ninguna manera, sentimental", era una especie de dandy en el siglo equivocado, devoto de Grecia y de la tradición y la cultura europeas, un hombre discreto y elegante al que rodeaba un halo trágico. En la edad del compromiso y la eclosión de los ismos, en la América que empezaba a reivindicar con fuerza su especificidad, el esquivo profesor, resguardado por el anonimato, seguía conversando con sus clásicos de siempre.
Publicados por Alfonso Reyes en París, en 1927, los Epigramas del "aforista desconocido" contienen en efecto aforismos, pero también apólogos, sofismas, microensayos o diálogos fragmentarios que discurren en la frontera donde se cruzan el pensamiento, la narración y la poesía, menos por la cualidad lírica que por la precisión y la pulcritud de la escritura. "Regalaba generosamente las ideas ajenas", dice, o bien: "En él no duró nunca idea ninguna. Su alma era de fuego", o bien: "Cultivó el arrebato para dar razón de sí", o bien: "Gastó largos años para hacerse un estilo. Cuando lo tuvo, nada tuvo que decir con él". En estas y otras sentencias encontramos la característica ironía de una prosa invariablemente lúcida, repleta de hallazgos y paradojas. El de Díaz Dufoo es un temperamento inequívocamente nietzscheano, rebajado, como apunta Domínguez Michael, por el escepticismo, pero adscrito a la misma línea aristocratizante y desdeñosa de lo gregario, que amparado en una sólida formación intelectual prescinde de la retórica modernista para expresarse en un lenguaje seco, contundente, afilado, donde resuenan los presocráticos y autores como Spinoza, Berkeley, Hume, Bergson o Schopenhauer, el sobrio esteticismo de Walter Pater y la velada añoranza de un orden abolido.
"Hizo muchos planes. No cumplió ninguno. Cada día era un nuevo fracaso, pero cada día era también una nueva aurora y un fuego imperecedero encendía cada día en él el deseo de las cosas perfectas que no se realizan. Un soplo eterno reanimaba, diariamente, la potencia intacta y estéril". Es tentador leer algunos de los epigramas en clave autobiográfica, y de hecho ese divino fracaso, por adjetivarlo con nuestro Cansinos Assens, sobrevuela todo el libro, pero la delicadeza de Díaz Dufoo nunca condesciende al patetismo o lo hace en términos realmente conmovedores: "Quisiera morir silenciosamente, sin dejar una huella, como muere una música lejana en un oído inatento". O véase también el hermosísimo Epitafio que cierra la colección: "...Mi voz no resonó en la asamblea para señalar los destinos de la república, ni en los symposia para crear mundos nuevos y sutiles. Mis acciones fueron oscuras y mis palabras insignificantes...". Casi secreto en vida, Díaz Dufoo ha tenido una posteridad prestigiosa e influyente en el ámbito del ensayismo mexicano. Las razones podrá entenderlas cualquiera que se acerque a este pequeño gran libro, obra mínima de un escritor renuente al que le bastaron pocas páginas para transmitir un puñado de glosas e intuiciones perdurables.
Con buen criterio, los editores de Firmamento han sumado a la colección de Epigramas dos deliciosos textos que complementan el pensamiento y la poética de Díaz Dufoo: Ensayo sobre una estética de lo cursi (1916) y Diálogo contra el éxito literario (1919), escritos de juventud en los que el autor dejó una brillante muestra de su estilo. El primero se adelanta al famoso Ensayo sobre lo cursi (1934) de Ramón Gómez de la Serna, estricto coetáneo de Díaz Dufoo, pero el mexicano no concede ningún valor al gusto o mal gusto de las muchedumbres. Citando a Novalis, Díaz Dufoo considera que "...una filosofía de lo malo, de lo mediano y de lo vulgar sería de la mayor importancia", y concluye que lo cursi, "una forma inferior del arte no por suave menos disgustante", es "como la moneda falsa de la estética", un gato por liebre que procede por degeneración y no puede producir sino rechazo. En coherencia con su planteamiento elitista, el Diálogo condena en términos severos la popularidad, asociada a la bajeza, y presenta al verdadero artista con palabras de Pater, "guardando como un solitario prisionero su visión del mundo". Una visión y un mundo ya entonces caducos, que encuentran en Díaz Dufoo a un apologista ingenuo pero decidido, sin concesión ninguna a la galería.
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