Épica y virtud de Roma

Siruela publica, en la precisa traducción de Victoria León, El día que el emperador mató un elefante, obra del historiador Jerry Toner concebida, como se señala en el subtítulo, Para entender el circo romano y la adusta civilidad de la Roma antigua.

El emperador Cómodo encarnado por Joaquin Phoenix en Gladiador. Ridley Scott. 2000
El emperador Cómodo encarnado por Joaquin Phoenix en Gladiador. Ridley Scott. 2000
Manuel Gregorio González

21 de julio 2024 - 06:00

La ficha

El día que el emperador mató a un rinoceronte. Jerry Toner. Trad. Victoria León. Siruela. Madrid, 2024. 232 págs. 19,95 €

La intención de esta obra es la de explicar la utilidad y el carácter de los juegos romanos, desprendiéndose de una vasta y argumentada leyenda adversa, que prolifera durante el siglo ilustrado. Las Consideraciones sobre las causas de la grandeza y la decadencia de los romanos de Montesquieu (1734), vendrán seguidas del Discurso de las ciencias y las artes de Rousseau (1750), de la Historia de las artes en la antigüedad de Winckelmann (1764) y de la Historia de la decadencia y caída del imperio romano, obra de Edward Gibbon escrita entre 1776 y 1778. En todas ellas hay una visión crepuscular de lo romano que incita a la idea de corrupción, luego manifiesta en Bulwer-Litton y Los últimos días de Pompeya (1834). En todas ellas hay una tácita o expresa ponderación de lo griego, en detrimento de este carácter cruel de la civilidad romana, que se resume en la figura del gladiador. Que el ideal promovido por Rousseau fuera el de Esparta; que el imperio al que aludía lateralmente el barón de la Brêde fuera el español, no quitan para una idealización de la democracia griega que obraba en paralelo al desprestigio y la vulgarización -en el sentido de vulgar, obsceno y sangriento- de Roma. Lejos de esta moda intelectual del Setecientos y el Ochocientos, se sitúa este breve y razonable estudio del británico Toner, hecho con concisión y resuelto con ligereza.

Según Dion Casio, la erupción vesubiana del año 79 cogió a los pompeyanos en el teatro

¿Por qué el emperador Cómodo, hijo de Marco Aurelio, quiso exhibir su destreza, en numerosas ocasiones, como cazador de animales y combatiente sobrehumano, émulo de Hércules, en el Coliseo de Roma? ¿Por qué la nobleza patricia o los sucesivos emperadores invirtieron colosales cifras de dinero en organizar juegos y ofrecer espectáculos donde se «consumían» cantidades desorbitadas de fieras exóticas y de hombres que lucharon a vida o muerte sobre la arena del anfiteatro? ¿Era por la crueldad ingénita que Winckelmann atribuía al pueblo romano? ¿Era por la perversión de sus costumbres, convenientemente castigadas por el Vesubio, como señala, no sin gozo, Bulwer-Lytton, siguiendo a Dion Casio, quien escribe que la erupción volcánica del año 79 cogió a los pompeyanos en el teatro? Toner, que se apoya fuertemente en la Historia romana del Dion Casio para consignar las extravagancias y arbitrariedades de Cómodo, recuerda también un hecho determinante, que explicaría en parte la animadversión del cronista hacia su emperador. Casio era senador; y fue el senado, precisamente, el poder que pretendía jibarizar el emperador en su propio beneficio. Esta jibarización, por otro lado, debía apoyarse en una fuente de poder alterna, cuya manifestación más inmediata sería el «clamor» popular; esto es, cuya estrategia sería una estrategia populista, sustentada en la expresión de las masas durante el juego. A ello añadirá Cómodo otra novedad inaceptable para un senador, para un équite como Casio. La de presentarse como un semidiós, disfrazado de Hércules, al tiempo que se equiparaba a un paria, a una figura indigna, como era el gladiador.

Es en esta doble función del gladiador donde Toner expone, convincentemente, la naturaleza de los juegos romanos. El gladiador era fruto de las exitosas campañas militares romanas (fueron prisioneros en su mayoría); pero también representaba, una vez adiestrados, las virtudes cívicas y las cualidades marciales sobre las que se había construido Roma. Los juegos representaban igualmente otro tipo de ejemplaridad, cuando se ajusticiaba en público a los delincuentes que subvertían las leyes romanas. De este modo, dice Toner, los valores que se escenifican y teatralizan en los juegos son los valores de pericia, adiestramiento y contención que los romanos consideraron como decisivos en su éxito; y en mayor modo, cuando el carácter marcial y la naturaleza rural de la república habían dado paso a un imperio mucho más numeroso y heteróclito, donde los juegos ejercieron de aglutinante y de difusor de aquellos mismos valores en una sociedad abrumadoramente urbana y sustancialmente distinta.

Es, pues, desde la sólida percepción del mundo antiguo, fundamentado en la pericia bélica y el esclavismo (véase Esparta o las atroces campañas de Alejandro Magno), desde donde Toner quiere explicar, con éxito, la utilidad de los juegos y entretenimientos romanos que se desarrollaron en el coliseo, el circo y el teatro. También la severidad con que se martirizó a los cristianos, en tanto que resueltos contradictores de aquellas virtudes cívicas.

El rinoceronte de Plinio

Según recoge la Historia Natural de Plinio el Viejo, el enemigo natural del elefante era el rinoceronte, asentado prejuicio que llegaría al siglo XVI, cuando Manuel II de Portugal pone a luchar ambos animales, sin mucho éxito, en la actual Praça do Comércio, junto al antiguo palacio real. El rinoceronte indio de aquel episodio se llamaba Ganda y lo retrató de memoria, por indicaciones de un corresponsal, Alberto Durero. En esta obra de Toner se explica por qué Cómodo mató, sin mayor peligro, un rinoceronte, no sabemos si africano o indio. Pero se explica también, de forma detallada, el amplio entramado por el que se acopiaban animales, desde las grandes lejanías del orbe conocido, hasta llegar a Roma y otras ciudades donde se exhibían, se ofrecían en combate y se ejecutaban en holocausto. En aquella varia y ordenada forma de violencia, en la dramática ejemplaridad del gladiador, que adelantaba su garganta al oponente victorioso, es donde el público aprendió, según Toner, cómo ser un romano. O cómo no serlo, en el desdichado caso de los mártires. 

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