Solas | Crítica de danza
Carne fresca para la red
Clara Usón. Escritora
Con tres personajes de tiempos diferentes -el militar Fermín Galán, uno de los responsables de la Sublevación de Jaca; un sacerdote encargado del campo de concentración de Jasenovac, y la directora de una sucursal que ha vendido preferentes- urde Clara Usón (Barcelona, 1961) una novela compleja y ambiciosa con la que su autora refuerza su prestigio tras el Premio de la Crítica obtenido en 2013 por La hija del Este. Valor (Seix Barral), que Usón ha presentado con el Centro Andaluz de las Letras, describe con emoción e inteligencia, poniéndoles un rostro humano, grandes y poco explorados episodios de la historia, que conecta con el turbio presente que vivimos, en una narración que gira en torno a las diferentes nociones de su título: el coraje, el dinero, el precio.
-Fermín Galán firma sereno su sentencia de muerte, más tarde comanda al piquete que lo va a matar y no le tiembla la voz al dar la orden. Hoy, un héroe que se sacrifica por sus ideas resulta un personaje casi inverosímil.
-Hubiera sido comprensible y humano que pidiera clemencia, pero hasta el final mantiene la dignidad del héroe. ¿Qué hay ahí? ¿Narcisismo, vanidad, idealismo? A mí el héroe, como personaje, no me interesa. Es un semidiós, no tiene defectos, es íntegro, tiene algo de inhumano y nos repele un poco. Pero Galán, que por cierto era andaluz, de San Fernando, estaba muy seguro de sí mismo, aunque era también de una ingenuidad que desarmaba. Organizó fatal la sublevación. Es hasta tal punto amateur lo que hizo que decidió que el golpe fuera un viernes porque así aprovechaba los camiones de reparto del mercado para transportar a los soldados. ¿Adónde va una revolución que se organiza así?
-Junto a Galán está un señorito comunista, Luis Duch, cuya historia le contaron en su familia y del que relata un episodio muy conmovedor: cómo engañan a la madre para que pensara que su hijo seguía vivo.
-Esa figura me interesó porque, si Galán tiene algo de Quijote, Luis Duch era un poco Sancho. Duch era primo hermano de mi abuela, y mi padre estuvo un tiempo viviendo en la casa de esa familia. Veía cómo cada día se ponía un cubierto en la mesa para Luisito, cómo se limpiaba su habitación y le calentaban la cama, y le ponían un vaso de leche en la mesilla, por si regresaba. Sólo cuando se fueron, mi abuela le dijo a la madre que Luisito no volvería, que estaba enterrado en el cementerio. Fue una historia tremenda: todo el pueblo se confabuló para que esa mujer, que era muy beata y muy generosa, no descubriera la verdad.
-El personaje más cercano en el tiempo, Mati, representa a todos esos empleados de banca que vendieron preferentes sin estar al tanto de las consecuencias.
-Mati es un personaje que podríamos ser todos nosotros. Antes, en la época de Fermín Galán, se pensaba que el mundo se podía cambiar. Hoy tenemos una sensación muy parecida, de fin de ciclo, pero estamos acobardados, resignados. Tenemos la impresión de que no se puede cambiar nada. Cuando hablas con la gente, hay una grisura, una tristeza, una falta de expectativas... Ya hemos visto lo que ha pasado con Syriza: la población vota una cosa, y esas deidades sin rostro dicen que no se puede seguir por ese camino. Hoy no tenemos margen: el valor absoluto es el dinero, tanto ganas tanto vales, y si no tienes nada, no eres nadie, no tienes derecho a vivir.
-Incluso las relaciones sentimentales se han mercantilizado: el vínculo que le queda a Mati de su ex marido es el piso que compraron a medias.
-Ya un matrimonio es una sociedad de deudas y créditos, es una pequeña empresa. Ahora, antes de tener hijos, las parejas se juntan y hacen números. Vivir es carísimo, luchamos por ganar dinero para poder seguir viviendo, y eso se ha convertido en una forma de esclavitud sutil. Antes el esclavo dependía de su amo, pero éste estaba obligado a mantenerlo. La esclavitud actual es más perversa, porque exprimen todo tu tiempo, tu vida personal pasa a un segundo plano, y la empresa no se responsabiliza de tu manutención. Muchos salarios no dan para vivir, y estamos resignados a eso. Como todos tenemos miedo de que nos arrojen a los márgenes y convertirnos en esos mendigos que vemos por la calle con la misma indiferencia que vemos una papelera, nos aferramos a nuestra fuente de dinero. Antes de entrar en el trabajo dejamos los valores colgados del perchero, junto al abrigo. Lo que dice el jefe, lo que sea rentable, es lo bueno, y así te encuentras con las Matis de este país. Ella es una empleada modelo, que ha empezado desde abajo, es tan buena que sin saberlo estafa a sus clientes, arruina hasta a su madre. Y se convierte en una apestada. Los mercados son despiadados: si no les sirves, te apartan.
-Mati tiene una hija, Mar, una adolescente que quiere ser rica y famosa, que se exhibe en las redes... ¿Le preocupa esa generación?
-Me preocupa en el sentido de que veo que en cierto modo hemos retrocedido. Nos parecía que el feminismo no tenía marcha atrás, pero la dictadura de la imagen ha traído un nuevo machismo. Para una adolescente el valor absoluto es ser guapa, estar buena, que se la quieran follar. Y si es estudiosa, tiene que disimular. Hay chicos que controlan a sus novias con el móvil, que quieren saber qué hacen, adónde van. Por eso Franco está muy presente en mi novela, creíamos que había cambiado todo pero no ha sido así. Da la impresión de que, como aquí fracasaron todas las revoluciones, siguen mandando los que mandaban entonces.
-Es curioso: Alicia Giménez Bartlett habla en la novela con la que ganó el Planeta, Hombres desnudos, de cómo mujeres que alcanzan cierto estatus profesional recurren a la prostitución masculina. Usted se le ha adelantado en este libro.
-De una manera humorística, tierna. No es casual: a medida que hay más mujeres con poder adquisitivo hacen eso, pagar por el afecto. Estamos en un siglo en que todo se puede comprar. Te dicen Véndete como algo bueno, pero si lo piensas te están diciendo Prostitúyete. Pero Chéjov, que es un escritor al que admiro, no creía en los políticos ni en la masa, pero sí en el individuo, y yo me he permitido al final cierta esperanza. Hay gestos aislados de altruismo, de compasión.
-Esa compasión es difícil tenerla con ese fraile que lidera la Santa Cruzada de acabar con los cristianos ortodoxos en Croacia, pero usted lo retrata como un pecador que quiere redimirse.
-Alguien que escriba no debe plantearse sus personajes como buenos y malos, aunque lo que cuente sea terrible. Es curioso cómo se ha borrado ese episodio de la Segunda Guerra Mundial: cuando Hitler invadió el reino de Yugoslavia respetó un nuevo Estado, el de Croacia. Los nazis croatas eran tan salvajes que hasta la Gestapo se asustó. Tenían la particularidad de ser muy católicos y estaban convencidos de la superioridad de la raza croata, que eran arios frente a los serbios, que eran eslavos a su juicio, y ortodoxos. La Iglesia católica se plegó a ese plan de acabar con esa minoría. Fue una cruzada exprés, porque ¿cómo convertían al catolicismo a los serbios ortodoxos? Entraban en una aldea, arrasaban con sus casas, quemaban la iglesia, reunían a los aldeanos en la plaza, venía un cura con una pistola y les obligaba a elegir. Stepinac, que lideraba la Iglesia católica croata, le escribió al Papa para decirle que habían convertido a 250.000 serbios en mes y medio. Crearon ese campo de concentración enorme de Jasenovac, y ese campo fue dirigido por un fraile franciscano al que llamaban Fray Satán. La Iglesia no ha pedido perdón por eso. Juan Pablo II, incluso, beatificó a Stepinac porque había sido un mártir del comunismo.
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