Alba Molina | crítica
No lo es ni pretende serlo
Ensayos de Elia | Crítica
Ensayos de Elia. Charles Lamb. Selección y traducción de Marcela Fuentealba. Posfacio de Thomas de Quincey. Firmamento. Cádiz, 2022. 212 páginas. 22 euros
Pocas figuras resultan más atractivas, entre los autores menores del Romanticismo inglés, que la de Charles Lamb, poeta y crítico pero sobre todo ensayista, un inclasificable hombre de letras que ejerció durante más de tres décadas como contable en la East India Company y no fue reconocido como impagable heredero de Montaigne sino póstumamente, aunque sus célebres Cuentos de Shakespeare, escritos a medias con su hermana Mary e inspirados en las obras del dramaturgo isabelino, alcanzaron una enorme popularidad y siguen siendo hoy reeditados y leídos. Amigo de Wordsworth y antes de Coleridge, con quien había compartido aula en los días escolares, de Leigh Hunt o William Hazlitt, Lamb debía su modesto prestigio literario a una irregular novela de juventud, Rosamund Gray, a la mencionada colección de relatos u otras narraciones como Las aventuras de Ulises –una adaptación de la Odisea– y a estudios y ediciones críticas, pero fueron sus deliciosos Essays of Elia, recopilados en dos volúmenes de 1822 y 1832, los que le garantizaron un lugar de excepción como cultivador del género en el tránsito de la sensibilidad dieciochesca a la edad romántica. Aunque recoge sólo un tercio del conjunto, la antología de Marcela Fuentealba, publicada hace casi veinte años por El Cobre y disponible ahora en Firmamento, ofrece una excelente oportunidad de asomarse al personalísimo mundo de Lamb a través del "pobre caballero" que le sirvió de máscara.
Proverbialmente amable, de trato encantador y maneras excéntricas, Lamb era un hombre de indudable talento, pero en parte por su "abominable" dicción de tartamudo había renunciado a la formación universitaria para emplearse como oficinista. En adelante dedicó el resto de su tiempo a cuidar de su hermana –retratada como la prima Bridget en los Ensayos– que en un arrebato de locura había apuñalado de muerte a la madre y desde entonces alternaba los periodos de serenidad con otros de desvarío. Mary habría pasado el resto de su vida ingresada en un manicomio si Charles, con generosidad y empeño extraordinarios, no se hubiera hecho cargo de ella, que era diez años mayor pero lo sobrevivió largamente. Salvo en los periodos de crisis, ambos convivieron como una extraña pareja –"viejo solterón y doncella, en una suerte de doble individualidad"– que desconcertaba a las visitas, no inhabituales en una casa por la que pasaban decenas de amigos y literatos. "Es más conocido –dice de sí mismo en el prefacio a la segunda entrega de los Ensayos– por ese nombre que no significa nada antes que por algo que haya hecho o podría esperar hacer bajo su propio nombre". Y lo cierto es que el nombre de Elia, alter ego de Lamb, anagrama de a lie o una mentira, como constata Mario Praz, o en sus propias palabras el hombre-niño –"las marcas de la infancia lo abrasaban y se resistió a la impertinencia de la madurez"–, señala un hito en la prosa inglesa del Ochocientos.
La libertad de asunto, el fondo autobiográfico, la subjetividad son rasgos consustanciales a un género al que Lamb, alérgico a la solemnidad, aportó una gracia insólita, que tiene que ver con su admirable buen humor pero también con el singular encanto de su escritura, arcaizante en lo que debe a sus venerados Robert Burton o Thomas Browne, maestros antiguos, y muy moderna o muy de su tiempo en lo que tiene de reflejo de su personalidad o aun de su vida íntima. Los terrores nocturnos, la "infinita superioridad" de los "hombres que piden prestado" sobre los que prestan, los límites de la literatura epistolar, el mal oído para la música, la insufrible curiosidad de los nuevos maestros de escuela, la petulancia de las personas casadas, la historia y alabanza del lechón asado, la evocación de la escuela en Christ's Hospital, los "parientes pobres", el "juicio despierto" que distingue al genio, los anhelados ocios del jubilado, la porcelana antigua o las confesiones de un borracho –el propio Lamb lo fue por temporadas– son algunos de los temas que comparecen en estos Ensayos, por lo general poco elevados o abordados de una manera muy poco seria. La tendencia del ensayista a la divagación, sin embargo, lo lleva a menudo por caminos imprevisibles o apenas insinuados, entre la ingenuidad y la malicia, de repente ensombrecido o exquisitamente frívolo. Sus esbozos, "cualquier cosa menos metódicos", abundan en "esa figura peligrosa, la ironía", propia de un 'librepensador' –erudito disperso, pero invariablemente lúcido– que discurre sin anteojeras. Ahora bien, como en todos los grandes humoristas, hay en Lamb un poso de melancolía –un trasfondo trágico– que se sobrepone a su temperamento lúdico y lo hace aún más cercano, uno de esos raros escritores a los que nos gustaría tratar como amigos.
A modo de oportuno posfacio, la edición de Firmamento incluye extensos fragmentos de una emocionante semblanza de Charles Lamb a cargo de Thomas de Quincey, publicada por la North British Review en 1848, catorce años después de la muerte del primero. Con razón señala De Quincey, quien no deja de apuntar, como haría también el citado Praz, el influjo de los cuadros de costumbres popularizados por el Spectator de Addison, que en la obra de Lamb "el carácter del escritor colabora en una corriente subterránea al efecto de la cosa escrita". O dicho a la inversa, especialmente en los Ensayos podemos acceder a través de las descripciones –"indirectas, delicadas, evanescentes"– al corazón o el centro del hombre, un hombre no sólo ingenioso, sino fundamentalmente bueno, en cuyos escritos "el humor se une luminosamente con la piedad". El propio Charles, no sólo su hermana, padeció aunque de forma efímera el acecho de la insania, y su respuesta a lo que podríamos llamar la condena familiar fue ofrecer una resistencia encarnizada. Al mal opuso Lamb la "alegría del espíritu", una hospitalidad tan legendaria como desaforada, una disposición risueña y naturalmente compasiva. "Su vida", escribe De Quincey, que no pasa por alto sus limitaciones pero se descubre ante el coraje de su amigo, "fue una lucha continua al servicio del amor más puro".
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