ROSS. Gran Sinfónico 4 | Crítica
La ROSS arde y vibra con Prokófiev
Enrique Krauze | Historiador y editor
No oculta Enrique Krauze (Ciudad de México, 1947) su devoción a Andalucía, un idilio que alcanzó su particular cima hace una década, cuando recogió en Jerez de la Frontera el Premio de Ensayo Caballero Bonald por su obra Redentores. Referente fundamental de la tradición liberal, historiador y editor, fundador del sello Clío y de la revista Letras Libres, Krauze es dueño de una abundante bibliografía en la que ha construido una certera y honda crítica del poder político en América Latina, con una perspectiva tan amplia en su forma como precisa en el fondo. Su último libro, Spinoza en el Parque México, que publica Tusquets, es una autobiografía intelectual nacida a la luz de diversas conversaciones compartidas con el escritor José María Lassalle en la que tampoco falta su diagnóstico, revelador e incómodo, sobre el presente.
-Después de haber escrito las biografías intelectuales de figuras como Daniel Cosío Villegas, entre otros muchos, ¿le ha resultado muy distinto el proceso a la hora de escribir la suya?
-En esto confluyeron varias circunstancias: en primer lugar, la invitación llena de empatía y verdadera curiosidad por entender lo que ha sido mi vida y mi trabajo por parte de José María Lassalle, verdadero instigador de esta obra. En segundo lugar, todo esto empezó hace siete años, cuando cumplí setenta. Entonces pensé que no estaría mal reflexionar sobre la vida con vistas a la siguiente década. Y eso hice. Y luego también resultó determinante la pandemia, que me permitió encerrarme a trabajar, a escribir y reescribir estos textos, muy basados en las conversaciones que mantuvimos Lassalle y yo y que continuaron durante la misma pandemia. En cuanto a si fue distinto escribir este libro respecto a otras biografías, curiosamente no. Digamos que apliqué la inclinación biográfica que me acompaña desde muy joven a mi propia vida con naturalidad, tal y como había indagado en la vida de los demás. Eso sí, las conversaciones que mantuve con Lassalle y conmigo mismo derivaron en un ejercicio muy interesante de introspección, de balance de vida. Esos balances llegan siempre en su momento y lo hacen con muchas preguntas. Lo curioso fue descubrir que tenía más preguntas sobre mí mismo de las que yo creía. Y menos respuestas.
-El título Spinoza en el Parque México hace referencia a su abuelo. ¿Qué importancia cabe reconocer a los afectos en cualquier formación intelectual?
-En algún momento Lassalle me hizo ver que en nuestros diálogos estábamos indagando en nuestra educación sentimental, y la verdad es que, aunque entonces no lo supe ver, tenía razón. Spinoza hablaba del amor intelectual de Dios. Su Dios era la naturaleza, donde está el ser humano, con sus avatares, sus pasiones, su mezquindad y su grandeza. Lo que movía a Spinoza era este amor, que es mucho más que una mera curiosidad. Se trata de un verdadero amor intelectual, una voluntad de comprender la naturaleza y, en particular, a los hombres. A mí me ha movido siempre ese tipo de amor, que aprendí de mi abuelo y que se encarnó de manera concreta en los abuelos de México. Fui un niño rodeado de viejos sabios que habían vivido y sufrido mucho. Con ellos aprendí a escuchar, a preguntar, a transferir ese amor intelectual heredado de mi abuelo a los abuelos de México. Luego conocí a abuelos universales como Isaiah Berlin, Borges, Sábato, tantos otros, que también pudieron ser padres como Lukács, o hermanos mayores como Vargas Llosa, tantos personajes que han desfilado por mi vida y por los que me siento tan afortunado. Pero, ante todo, he tenido la voluntad de comprender y de aprender con empatía. Y la base de todo es el afecto, o lo que llamaría mejor el amor intelectual.
-Una cuestión central en su obra, y particularmente este libro, es la heterodoxia. ¿Es quizá un signo de estos tiempos la percepción constante de la heterodoxia como herejía, como amenaza a eliminar?
-Cuando comenzamos a hablar Lassalle y yo, lo primero que me dijo fue que siempre me había visto como un heterodoxo. Y al escuchar eso sentí una iluminación. Cuando murió mi abuelo concebí la idea, inspirado por Menéndez Pelayo y sus heterodoxos españoles, de escribir sobre Spinoza, pero también sobre quienes lo habían precedido y quienes lo sucedieron en la heterodoxia judía. Todavía hoy me refiero a éste como el libro que nunca escribí, porque me propuse hacerlo con claridad, incluso registré como posible título Los heterodoxos judíos. Sin embargo, pronto me di cuenta de que carecía de suficiente conocimiento del hebreo y del latín, digamos que no estaba armado del todo para un proyecto así, pero sí reuní una buena biblioteca. De todo aquello extraje una conclusión clara, y es que la heterodoxia no es una herejía, pero en el caso de Spinoza la heterodoxia sí se volvió herejía. Y también en muchos de los predecesores de Spinoza la heterodoxia se convirtió en herejía de mano de la ortodoxia, que lo determinó así: en vez de escuchar y respetar a los heterodoxos, se optó por excomulgarlos. Spinoza era un heterodoxo que nunca buscó la ruptura, simplemente tenía una opinión radicalmente distinta nada menos que del dios personal; pero esa heterodoxia, y eso es lo importante, es el antecedente directo del más generoso pensamiento liberal.
-Concluye usted en Spinoza en el Parque México que la tradición del judaísmo entraña ya una especie de heterodoxia. Al final, ¿en qué medida es usted un heterodoxo?
-En aquel primer diálogo le respondí a Lassalle que yo no era heterodoxo porque nunca había estado en la ortodoxia, que lo mío era la tradición liberal, pero sí que tengo que admitir mi heterodoxia respecto a la tendencia general de pensamiento en América Latina que ha sido muy estadista y marxista, en diversas manifestaciones y aspiraciones. En la década de los 90, esa heterodoxia me llevó a choques tan grandes en México y a rechazos tan fulminantes por parte del establishment intelectual que escribí un libro titulado Textos heréticos. Y lo ilustré con episodios de los herejes perseguidos por la Inquisición en México, ya que los ataques contra mí fueron tan grandes por mi postura democrática y liberal frente a la tendencia marxista, la guerrilla y, no olvidemos, la dictadura del PRI, que decidí establecer esa asociación con mis antepasados quemados vivos en las hogueras del siglo XVII. Siempre estado en el ejercicio de la crítica contra el poder, con una gotita de anarquismo. O más de una gotita. De cualquier forma, volviendo a tu pregunta: en el mundo woke y populista, cualquier heterodoxia se convierte en herejía. Y la pira donde se quema a los herejes ya no está en la plaza pública, sino en las redes sociales.
-En un capítulo de su libro vuelve a enfrentar a Camus y a Sartre. Los de mi generación creíamos que la consolidación del modelo camusiano frente al sartreano parecía irreversible, pero ¿estamos avanzando ahora en la dirección contraria?
-Ése es un tema gigantesco. El marxismo llegó a América Latina, especialmente a sus universidades, a raíz de que lo abrazara Sartre con su grandísimo prestigio a comienzos de los años 50. Es Sartre quien tiene la gran fama, y a partir de ahí el marxismo se impone en las universidades latinoamericanas. Alguien dijo que el último marxista de la tierra va a morir en una universidad latinoamericana, y yo ahora estoy seguro de eso. Eso sí, hablamos de marxismos muy adulterados, populistas, que tienen mucho más de fascismo que de marxismo. Yo me entiendo mucho mejor con marxistas estrictos, formados en la tradición ilustrada, hijos y nietos de Spinoza como el propio Marx, que con las pulsiones irracionales del fanatismo populista. Pero más allá de los discípulos de Sartre en América Latina, estoy convencido de que la actitud de Albert Camus, su propuesta de rebelión individual, su defensa de la libertad personal a ultranza y la advertencia de que los fines sublimes nunca pueden justificar males criminales, nunca han estado de moda en América Latina. Camus es una figura muy secundaria. Sartre sí fue una figura central, luego dejó de serlo y ahora tiene una especie de revival a base de ciertas derivaciones de su pensamiento, a menudo no muy genuinas. En cualquier caso, estamos en un momento mucho más sartreano que camusiano en América Latina.
-Escribe usted: “El más alto deber para la ética comunista es aceptar la necesidad de actuar de manera inmoral”. ¿Podemos decir lo mismo del populismo?
-No me cabe duda. Escribo eso en el capítulo dedicado a Lukács, en el que hablo del pacto con el diablo. El mismo Lukács incorporó esta idea de su maestro Weber, quien advertía contra ese pacto. Sin embargo, Lukács entendió que sí había que pactar con el diablo con tal de que resplandecieran el futuro y la historia nueva, de que llegara el reino de los cielos a la tierra, fuese cual fuese el coste. Luckás se tuvo que tragar sus palabras, claro: defendió a Stalin en los años 30 y de hecho fue un estalinista hasta el final. ¿Qué queda de eso? Decenas de millones de muertos. Ninguna utopía puede justificar un crimen así, pero lo peor es que hoy día muchos populismos de derecha e izquierda representan exactamente esto. El sueño de redención que han tenido y tienen varios gobiernos populistas, de Hugo Chávez a Donald Trump pasando por Bolsonaro y López Obrador, es el mismo. De hecho, ya se puede contar objetivamente su coste en vidas humanas, con miles de personas muertas por la irresponsabilidad e improvisación de estos regímenes frente al Covid. Un líder populista puede hechizar a un pueblo y hacer el mal a sabiendas. En el populismo hay conexiones muy profundas con el fascismo y con el nazi-fascismo, cuidado: el culto a la personalidad y la sustitución de los partidos por movimientos estaban ya en el fascismo mussoliniano y vuelven a estar en los populismos del siglo XXI. Pero, en cuanto al comunismo, igual que Lenin y Stalin mandaban matar, los populistas hacen el mal a sabiendas porque consideran que representan un futuro mejor que vale ese precio. Para ellos, cualquier cosa que pase, incluido el pacto con el diablo, es un mal menor. La política no es cosa de ángeles, pero todo pasa, como quería Weber, por hacer el menor mal y el mayor bien.
-La tentación de ese pacto con el diablo ha estado en muchos intelectuales como Borges, a quien usted conoció bien. ¿Ha llegado a explicarse las razones de este encantamiento?
-El intelectual está naturalmente atraído por el poder. Esto ya lo han advertido muchos. Es un juego peligroso. Y si el intelectual se acerca demasiado, el riesgo de la filotiranía es muy grande. Durante los siglos XIX y XX hubo escritores y poetas muy importantes incomprensiblemente fascinados con el poder absoluto. Les parecía mucho más atractivo, incluso, cantar loas a ese poder que ponerlo en duda. Ahí están Aragon, o Neruda, quien escribió loas a Stalin, un límite al que nunca llegó Borges. Por no hablar de Ezra Pound y T. S. Eliot con sus tiradas antisemitas. O de los cien años de embeleso de García Márquez con Fidel Castro. Borges estaba ciego, lo que no le disculpa, pero sí tenía un impedimento claro para discernir la política y los acontecimientos. Se equivocó y lo reconoció, tanto con el caso de Pinochet como en el de la dictadura militar argentina. Entonó el mea culpa y admitió que la democracia argentina le había refutado de manera espléndida. Hizo daño y se hizo daño con eso, pero no llegó a enamorarse del tirano. Estaba obnubilado por la experiencia peronista, Perón había encarcelado a su madre y a su hermana, le humilló a él mismo, y esto siempre le afectó. Borges afirmó que el régimen peronista fomentaba la estupidez, la imbecilidad, la obediencia ciega de las masas. Esto llevó a un hombre del temple liberal y del pulso anarquista de Borges a interpretar mal a los militares de los años 70. Ni los militares de los 70 ni de los 50 eran muy redimibles, pero el peronismo causó estragos que todavía estamos pagando.
-¿Y Octavio Paz?
-Octavio Paz afirmó que había estar lejos del príncipe. Él lo estuvo. Y cuando no lo estuvo lo suficiente, no le fue bien. Alguien que nos ha enseñado a mantenernos lejos del príncipe es mi maestro Gabriel Zaid, un verdadero clásico vivo al que hay que leer siempre. Para mí fue importante también la influencia de cierto anarquismo ruso, no violento, que aprendí de Ricardo Mestre. Yo no soy anarquista, creo que un liberal es un anarquista edulcorado. Pero, como liberal, siempre he desconfiado del poder. Octavio Paz también dijo un día que el poder engendra mucho malo y poco bueno, y yo lo comparto. El ciudadano es creador, la empresa es creadora, la sociedad civil es creadora. El poder, no. Como mucho, es un mal necesario.
-¿Considera entonces deseable la adopción de ciertas prerrogativas de la tradición anarquista para una progresiva independencia de la sociedad civil respecto del poder político? Instituciones como la objeción de conciencia proceden de esa tradición y hoy están asentadas en las sociedades democráticas
-Vamos a ponerlo así: creo que los populismos son mutaciones extrañas, quizá menos violentas pero muy nocivas, de los totalitarismos del siglo XXI. Son fórmulas de dominación política. A partir de ahí, por supuesto que hay que volver a la tradición anarquista. Hay que volver a leer a Proudhon y a anarquistas rusos como Kropotkin y algunos otros. Menos simpatías, eso sí, me despierta Bakunin. No se trata, en absoluto, de adoptar la manifestación violenta del anarquismo, pero sí la otra vertiente, la más constructiva. Muchas de las críticas que Proudhon le hizo a Marx nos son válidas hoy para criticar los populismos. Hay elementos muy rescatables de esa tradición. Ahora bien, esos elementos están contenidos en la que es para mí la mejor tradición, la liberal. Un liberalismo como el de Spinoza, comprensivo, profundo, humano. No hablo de un liberalismo económico puro como el de Hayek, ni Hayek ni Mises están entre mis lecturas, aunque respete algunos de sus puntos de vista. Por lo general, el culto del individuo solo frente al Atlas me parece un fanatismo. Yo creo en un liberalismo solidario.
-¿Cree que será posible volver a reconocer los vínculos de fraternidad que comparten España y México? ¿En qué medida somos lo mismo?
-España y México somos y no somos lo mismo. Reconocernos en nuestras semejanzas y diferencias es la mejor manera de consolidar una cultura de convivencia que se ha ido construyendo a lo largo de los siglos. La mejor manera de consolidar esto es el conocimiento mutuo, y tenemos mucho avanzado, pero hace falta estudiar y conocer más. Hay que multiplicar la conversación pública, tender puentes continuos. En cuanto a gobierno, España le ha dado la España a América Latina desde el año 2003 y eso ha sido un gran error. Esa ruptura la estamos pagando y de hecho sirvió para alimentar a los gobiernos populistas. La conexión tiene que volver. Confío en que cuando los vientos de la política intolerante pasen, lo que nos une, que es tanto, y que se manifiesta en un espléndido mestizaje cultural, recuperará el lugar que lo corresponde. Usted lo verá. Y yo, a pesar de mis 77 años, también.
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