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'Cuadernos. 1957-1972'. Emil Cioran. Tusquets. Barcelona, 2020. Trad. Mayka Lahoz. 1.056 páginas. 29 euros
Son muchas las anotaciones, las entradas de este diario de Cioran, de naturaleza intelectual más que biográfica, donde el escritor rumano, trasterrado a París, declara su filiación romántica. Una filiación, claro, que podría documentarse con muchos nombres, pero que no podemos dejar de vincular a dos autores que se transparecen, de modo más acusado, en su pensamiento: uno es el Jean Paul que publica, en 1796, su Discurso del Cristo muerto, el cual, desde lo alto del edificio del mundo, proclama que Dios no existe. El segundo, medio siglo más tardío, es el Chateaubriand de sus Memorias de ultratumba, cuando al comienzo de la obra, y recordando su desdichada infancia bretona, en la inhóspita soledad del castillo familiar, el vizconde escribe: "Después de la desgracia de nacer, no conozco otra mayor que la de dar vida a un hijo".
Esta misma idea, o muy similar, la encontraremos varias veces a lo largo de estos cuadernos, fruto de la madurez del escritor (en el 57, Cioran tiene ya 46 años), pero que no difieren ostensiblemente de su pensamiento anterior, y que pudiéramos definir, volviendo del revés la filosofía orteguiana, como "irracio-vitalismo", habida cuenta de la propensión del escritor a indagar en los cuévanos del alma humana, en sus lugares comunes (vale decir, en la profusa iconografía que el XIX otorgó a este apéndice principal y desconocido del hombre), y no tanto en sus facultades lógicas. "Soy un filósofo aullador. Mis ideas, si las hay, ladran; no explican nada, estallan", leemos en la página 14.
Algo más adelante, en la página 107, Cioran declara su concepto de alma: "Sólo sentimos realmente que tenemos un alma cuando escuchamos música". A la vista de tal afirmación, no creo necesario subrayar la pasión musical de Ciorán. Y tampoco que la música, junto con la pintura, son las grandes artes del Romanticismo, por cuanto el Romanticismo quiere llegar allí donde la palabra, incluso la poesía, no alcanzan. Pero Cioran es hijo del siglo XX. Y ha conocido la guerra y el exilio. De modo que estas candorosas aproximaciones a lo inefable vienen ya teñidas por un exasperado nihilismo. Siguiendo con el ejemplo anterior, Cioran es un Chateaubriand urgido por la paradoja de Jean Paul: el hijo de Dios, declarando que Dios no existe.
Con lo cual, podríamos decir que el problema de Cioran, el problema que se formula en Cioran, es el problema de la fe: de su necesidad y de su insuficiencia. De Dickinson a Bloy, de Sarte a Blanchot, a Foucault, a Simone Weil, lo que Cioran articula es una paleografía de la fe, cuando la fe le resulta un cadáver gravoso e imposible. O si se prefiere, lo que el lector de Cioran halla ante sí es el hueco enorme de la religión, exahustivizado y promenorizado por alguien que la necesita, la exige y la deplora: "En el fondo, fuimos hechos para rezar, y para nada más" (pág. 289). Esto mismo es lo que podemos encontrar en otro "irracionalista" a quien Cioran desprecia, Martin Heidegger, cuando dice que "el hombre necesita un dios". Esa parece ser la cuestión (cuestión que ya había presentado Unamuno, y como hemos visto, también Jean Paul, de un modo plástico y sobrecogedor); ésa, digo, parece ser la última ratio que abruma la filosofía de Cioran y que le conduce a elucubrar sin descanso sobre el suicidio: la banalidad, la vanidad quejumbrosa y celérica de la existencia.
No conviene olvidar que muchos de estos hombres, nacidos en la primera mitad de su siglo (los pensadores y escritores que luego se recogerían bajo el amplio membrete de existencialistas), habían visto, y acaso padecido, mucho más de lo que un hombre debe conocer. Y que toda esta aflicción no puede separarse de los infortunios del XX. Aún así, el acierto y la servidumbre de Cioran es la misma, si cabe, que la de San Juan de la Cruz, cuando se duplica en poeta místico y en minucioso exégeta de sus propia exultación religiosa. Mucha de esa mística, pero ya como vaciado de la divinidad, como "filósofo que aúlla", es la que hallamos en este lector atento y suspicaz de Tácito, Santa Teresa y Shelley.
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