Errancia y esperanza
Ellis Island | Crítica
Inédito hasta ahora en castellano, el libro donde Perec narró la historia de la inmigración en Ellis Island puede leerse como un conmovedor canto a los transterrados de todo tiempo
La ficha
Ellis Island. Georges Perec. Traducción de Adolfo García Ortega. Prólogo de Pablo Martín Sánchez. Seix Barral. Barcelona, 2021. 96 páginas. 15 euros
Muy próxima a la isla de la Libertad, donde se erige la famosa estatua, la llamada de Ellis, en la misma bahía de Nueva York, ocupa una mínima extensión deshabitada que desde los años noventa del siglo pasado alberga el National Immigration Museum, dedicado a los millones de personas que pasaron por las instalaciones de la antigua aduana antes de entrar o no entrar en el inmenso país americano. La llegada de emigrantes a Estados Unidos, una nación joven que extendía su territorio a costa de las pueblos indígenas, había alcanzado proporciones colosales ya a principios del XIX y no fue sometida a regulación hasta el último tercio de la centuria, cuando empezaron a introducirse controles y restricciones que se oficializaron del todo con la creación del centro de recepción de Ellis Island, por donde pasó desde entonces la mayor parte de ese gigantesco flujo migratorio. Entre 1892 y 1924, año en el que el complejo se reconvirtió en centro de detención de irregulares, miles de viajeros de tercera clase –los de primera y segunda estaban exentos del trámite– pasaron cada día por unas instalaciones a las que por su enorme carga simbólica cuadra la definición, acuñada por Pierre Nora, de lugar de la memoria.
No extraña que al parisino Georges Perec, hijo de padres inmigrantes y huérfano de ambos a edad muy temprana, le interesara esta historia, que relacionó con la suya personal en uno de sus últimos trabajos. Fruto de la colaboración con el cineasta Robert Bober, que compartía con el escritor oulipiano el origen polaco y las raíces judías, el documental Récits d'Ellis Island: histoires d'errance et d'espoir (1980) conoció dos ediciones en libro que incluían las entrevistas transcritas de la segunda parte del film, pero la que ha traducido Adolfo García Ortega para Seix Barral sigue una tercera, a cargo de Ela Bienenfeld, que optó por reproducir sólo el guion de Perec, un texto breve, poderoso y de gran densidad emocional al que se añaden, en apéndice, unas pocas imágenes, entre tantas como documentaron la travesía, el paso por el islote y el destino final de los dieciséis millones de hombres, mujeres y niños que viajaron, sólo en el periodo antedicho, a la nueva tierra prometida. Como señala el prologuista de la primera edición española, Pablo Martín Sánchez, Perec dudó antes de decidirse a aceptar su participación en el proyecto y esa duda –"¿cómo describir? / ¿cómo contar? / ¿cómo mirar?"– se ve reflejada en un relato que va mucho más allá de la mera reseña histórica.
En la primera parte, titulada con el nombre por el que era conocida Ellis, "La isla de las lágrimas", el narrador resume y contextualiza la experiencia de las generaciones atraídas por el mito de "una tierra libre y generosa en la que los condenados del viejo continente [podían] convertirse en los pioneros de un nuevo mundo", asociado al sueño americano que ya entonces, por la época en que la estación funcionó a pleno rendimiento, comenzaba a mostrar signos de desgaste. Pero es la segunda, "Descripción de un camino", donde Perec recurre al verso libre para abordar lo mismo desde una personalísima perspectiva, en una suerte de meditación lírica que comprende el historial del recinto, las vidas de aquellos emigrantes, sus impresiones sobre el terreno muchos años después –la primera visita, nos dice, tuvo lugar en mayo de 1978– y las vivencias de los transterrados de cualquier tiempo, la que acerca el relato a la intensidad del poema en prosa. Usando de un "tono de letanía o de salmodia", como bien apunta Martín Sánchez, el autor de Lo infraordinario convierte su conmovedor recuento en una obra inequívocamente perequiana, donde no faltan las características enumeraciones, las preguntas encadenadas, la atención a los nombres, los hechos concretos, los objetos y los detalles exactos, la genuina compasión hacia los humildes, los ecos o la proyección de su propia biografía, que como nos sugiere pudo ser –en tanto que hijo del pueblo errante, hecho a vivir en la diáspora, aunque en su caso desvinculado de la cultura judía– la de cualquiera de los desarraigados que viajaban con sus fardos a una tierra desconocida.
Bien visible desde Ellis, la estatua de la Libertad celebra a las "masas compactas, sedientas de aire puro", como se lee en el poema de Emma Lazarus, The New Colossus, inscrito en uno de los laterales de la base, pero el puro ideal no significa nada si no intentamos ponernos en el lugar de las personas que fueron allí examinadas, cada una de ellas con su historia individual a cuestas. "Ellis Island es para mí el lugar mismo del exilio, es decir / el lugar de la ausencia de lugar, el no-lugar, la ninguna parte". Como otros hoy, pues el rastro del éxodo innumerable, dice Perec, no admite la revisión sentimental en clave complaciente. Las puertas que se fueron cerrando o las ilusiones no cumplidas son las mismas que hoy, en otras latitudes y con otros nombres, siguen narrando la misma historia de errancia y esperanza.
Los años perdidos
"Yo no tengo recuerdos de infancia. Hasta los doce años, más o menos, mi historia no ocupa más que unas pocas líneas: perdí a mi padre a los cuatro años y a mi madre a los seis; pasé la guerra en distintas pensiones de Villard-de-Lans. En 1945 me adoptaron la hermana de mi padre y su marido". Tres años antes de su visita a Ellis Island, Georges Perec publicó, en 1975, uno de sus libros más personales o abiertamente autobiográficos, que comienza de este modo y combina después, en capítulos alternos, la narración de la niñez olvidada y la reescritura de un relato distópico que el muchacho concibió en la primera adolescencia. En W o el recuerdo de la infancia, que de hecho reconstruye esos años perdidos, Perec llena el vacío a partir de datos fragmentarios pero muy precisos, como es su costumbre, y pese a la ingeniosa disposición del conjunto, que evita cualquier impresión de patetismo, no es difícil advertir el drama íntimo del niño –el padre murió en el frente, al comienzo de la guerra, la madre fue deportada y asesinada en Auschwitz– y el origen de su vocación literaria como una forma de resistencia: "La escritura es el recuerdo de su muerte y la afirmación de mi vida". Hasta cierto punto, Perec tuvo que inventarse una identidad, y por eso se define en Ellis Island como un extranjero respecto de su linaje: "de algún modo, soy diferente, pero no / diferente de los otros, sino diferente de los míos". Frente al arraigo de Bober en la tradición, Perec siente que algo le ha sido amputado, y es acaso esa merma la que explica su sensibilidad abarcadora.
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