El cine en el abismo

El penúltimo divertimento minimalista del prolífico Quentin Dupieux (Mandíbulas, Increíble pero cierto, Yannick, Daaaaaali!) nos pone una vez más ante el abismo de la propia representación como espejo satírico pero también como reflexión profunda sobre la naturaleza del cine. Del cine como doble, como lenguaje y como gramática, pero también como mundillo mezquino de productores a distancia, estrellas de ego insaciable e inseguridades convertidas en materia para el rompecabezas.

El segundo acto podría describirse como la historia de una película dentro de otra película dentro de otra película. Y así casi hasta el infinito, montada en los raíles de un godardiano travelling sin fin. También es el nombre de un restaurante de carretera que funciona como escenario de una particular comedia del absurdo: la de los actores y sus personajes, o cabe decir, la de los actores y los personajes como actores de otra obra más.

Dupieux se divierte con su juego de muñecas rusas, lanza sus pequeños dardos al sistema que lo ha integrado, se mofa de las promesas creativas de la inteligencia artificial, pero no olvida nunca que la materia prima para las mentiras necesarias pasa siempre por el cuerpo singular y la palabra del intérprete y sus posibilidades para la mutación ante el acto mismo de filmar.

Lindon, Garrel, Seydoux y Quenard, también un Guillot que nos introduce y nos despide de la función en clave tragicómica, entran y salen de sus criaturas aceptando el juego autoparódico y el relevo de los opuestos y las contradicciones de sus roles a uno y otro lado del telón. Son ellos los que ponen la carne, sostienen e impulsan un filme de demiurgo lúcido dispuesto siempre a darle una vuelta más a su artefacto sin dañar nunca su impecable estructura.